noviembre 12, 2006

Miguel (2 & 3), by mutt

2

Los muros pasaban junto a la micro y la gente desparecía junto a las canchas de tierra y las interminables cuadras de blocks y rayados. Ninguna nube en el cielo, nada que borrara las estrellas y los aviones, sólo las luces de la rotonda, que también desaparecían en poco tiempo, que se borraban de la memoria después de una cuadra, de dos, de tres. La tarde ya se había ido, y sólo quedaba la tibieza de un último día de verano sobre Santiago. Desde el centro, desde Las Condes, volvían las micros repletas con su cargamento humano, hundiéndose como cada noche en las calles estrechas, atravesando los ladridos y los lotes esquineros en los que se iban desgajando los trabajadores con sus mochilas y su pelo mojado. Pero él iba en dirección contraria, su micro iba vacía, o casi. Miró su reloj. No había apuro. Hace tiempo se había acostumbrado a manejar los tiempos, a calcular las distancias entre un punto x y otro cualquiera de la ciudad y su equivalencia en minutos, en horas, en días. Hace tiempo se había acostumbrado al tiempo.



3

El Torpedo vivía más abajo. Más abajo de los blocks, más abajo del canal. Más abajo. Un día apareció por la casa, venía a ver a mi vieja, a dejarle unos paquetes con cosas “que los compañeros habían juntado”. Cuando entró y vio a mi vieja la abrazó un buen rato. Y mi vieja lloró calladita, sin ruido, mientras el Torpedo la abrazaba. Ese día vino y se fue. Bueno, se quedó un rato con mi vieja, pero en la cocina y hablando bajito. Después se fue, y cuando se fue mi vieja me llamó a la cocina. Fue cómo cuando me contó que mi viejo se había tenido que ir, pero ahora su voz sonaba distinta. Como hueca, o metálica, o como si entre la visita del Torpedo y el momento en que me llamó se hubieran decidido muchas cosas y muy importantes. Pero ahora no me habló del viejo, no me dijo de nuevo que él se había tenido que ir, sino que ahora la que se tenía que ir por un tiempo era ella, que no iba a ser mucho tiempo ni muy lejos, pero que era mejor que yo me quedara con un tío, con un hermano de mi viejo que yo no conocía, que ahí, con él, iba a estar más seguro, “por lo menos en cierto sentido”, creo que dijo como silbando, como para ella y no para mí.

Al otro día me armó una mochila y me dijo que me iba a llevar donde el tío del que me había hablado. Me dijo que no me preocupara, que no fuera para la casa porque la iba a cuidar la señora Cecilia y que ella se iba a tener que ir, pero que apenas pudiera me iba a pasar a ver a la casa de mi tío que yo no conocía. Y entonces yo le dije que era ella la que no se tenía que preocupar, que ya estaba grande. Y ahí ella de nuevo como que lloro, pero de nuevo fue como un llanto calladito, como con vergüenza de meter ruido en esa casa que ahora estaba tan silenciosa. Y entonces salimos.

La micro la tomamos en Grecia. Cuando pasamos el canal nos metimos por unas calles angostas. Esas calles que atraviesan Lo Hermida y la dejan como un enorme tablero de ajedrez, un tablero lleno de tierra donde no hay alfiles ni caballos. Un tablero con puros peones y casas bajas.

En la Alameda con San Antonio nos bajamos. Ahí tomamos otra micro, una micro que nos llevó a lugares que entonces no conocía, pero que mi vieja parece que sí. Y en realidad, cuando volvimos a las calles angostas, cuando de nuevo la micro anduvo entre el polvo y la pobla, yo también conocí. Eran las mismas calles, las mismas casas.

Cuando nos bajamos, caminamos entre los perros y las casas. Era como Lo Hermida, pero no era Lo Hermida. Pero era Lo Hermida. Estábamos lejos de la casa, pero era Lo Hermida. Y nos paramos frente a una de esas casas, iguales a las que hay abajo del canal, esas casas bajas, rodeadas de polvo, rodeadas de gente, rodeadas de miedo, y ahí mi vieja me dijo que esperara, que habíamos llegado pero que esperara, que iba a buscar a mi tío, al tío que no conocía que era hermano de mi viejo. Y cuando salió venía acompañada del Torpedo.

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