diciembre 20, 2005

Míster Pollo (texto de Pablo Fuentes)


Apenas irrumpió esa voz, como salida de un closet (“yo, Centeno”), a mi cabeza vino la imagen del guatón, dando descoordinados botes a una pelota de basketball, aquel año del colegio en que nos tocó ser compañeros en deportes. No es que esa haya sido una ocasión especial, ni mucho menos el comienzo de una amistad. Hasta donde yo tenía memoria, el guatón nunca había sido mi amigo. Pero era esa imagen de su cuerpo sudoroso, corriendo dificultosamente tras una pelota tan rosada como su piel, el único recuerdo que se manifestó cuando después de diez años el guatón hizo su reaparición al otro lado del teléfono.

–No te lo esperabas, ¿eh?
–No... guatón... no me lo esperaba. ¿Qué tal? ¿Cómo andan las cosas?

Inmediatamente me pregunté si lo de “guatón” había sido demasiado informal y lo de “¿cómo andan las cosas?” demasiado paquete. En realidad, yo había perdido registro de si alguna vez tuve la confianza para llamar a Centeno por alguno de sus apodos. Tampoco tenía claro si alguna vez nos habíamos dado la confianza para siquiera llamarnos por teléfono. La verdad, mientras esperaba que acabáramos con el protocolo del “tantas lunas” y el “no me quejo”, para mí era un enigma qué diablos podía pretender el guatón con un llamado como ese. La asociación de razones fue confusa: desde los diez años de la salida del colegio, a algún encuentro fortuito que yo vagamente recordaba, a mis programa en la radio, a mis columnas en la revista, a dos estudiantes de periodismo amigas suyas, a una eventual ida a la piscina los cuatro.

–El sábado en la tarde en la piscina del Club M. Soy socio. Este par de minitas que te digo son muy buena onda.

“Minitas” no era la palabra que yo hubiese esperado de él. Por lo menos en su época escolar, al guatón jamás se le vio mina alguna. Ni siquiera un intento fallido. Y es que las minas, según la lógica escolar, eran un ítem prohibido para alguien como el guatón. Solo cuando le conté a Max, supe por su risa lo absurdo de la situación:

–¿El guatón Centeno? ¿Con unas minas? ¿A la piscina? Que frick.
–En todo caso, quedé por confirmar. ¿Qué hago? ¿Filo?
–Pero, a ver... ¿tú erai amigo del guatón?
–No. No que yo recuerde –le respondí algo confundido.
–Puta, no sé qué decirte. De repente en una de esas el guatón se las trae y aparece con un par de minas ricas en bikini y terminan compadres con el hueón.
–Max, no me hueí. ¿Tu creí que el guatón saque alguna mina rica?
–Pero ¿cómo sabí? Por último, si las minas son más o menos no más, te fumai un porro y le mirai las tetas al guatón –sentenció con una carcajada–. Las tenía bien ricas.

Fue entonces que recordé lo de sus tetas, y todas las burlas de las que el guatón fue víctima cuando pendejo. Y todo por una cuestión de mercado: la familia del guatón, por el lado de su vieja, era dueña de la empresa Super-P, que en ese entonces tenía el monopolio de la industria del pollo en Chile. Millones y millones de pollos en las millones y millones de bocas de chilenos, proporcionados por la familia del guatón. De esas familias con poco seso, harta plata (y harto pollo). Pero claro, el guatón, que llevaba unas nutridas colaciones al colegio, había pagado caro las consecuencias: aparte de una constitución física atrofiada, durante su adolescencia se manifestaron gradualmente unas mamas hormonales que fueron motivo de risa en los camarines. “Mucho pollo, guatón” le decíamos, peñiscándole las pechugas con toda fuerza. Para peor suerte, fue el año de su peak hormonal cuando apareció el comercial de televisión de Mister Pollo. El personaje (de los más patéticos que se han visto en televisión) aparecía promocionando los productos Super-P, bajo un abundante atuendo de plumas y nutridas carnes. La conexión no fue difícil de hacer: el patético personaje tenía un parecido con el guatón Centeno, que por un buen tiempo (casi dos años diría yo) pasó a apodarse Mister Pollo.

No recuerdo si fue mi perversa curiosidad o un fatal calor de fin de año lo que finalmente me obligó a aceptar la invitación. Mal que mal, el guatón iba a llegar con dos minas, y ya era época de irse preparando para el verano. Quedamos de acuerdo en que él las pasaría a buscar y luego se dejaría caer por la radio para irnos todos juntos al Club.

La primera señal de que todo iría mal fue cuando vi aparecer al guatón solo, sin el par de minas. Su cara de pájaro arrepentido lo decía todo.

-¿Y las minas, guatón?
-Puta... tiraron pa’ la cola a último minuto.
-Pero ¿y cómo? ¿No estaban listas?
-Si... puta... vo’ cachai como son las minas.

Vo’ cachai como son las minas. Probablemente una de las tantas muletillas que el guatón tenía a mano para justificar sus fracasos en el terreno amoroso. Sin las minas, la cosa se ponía fome. Ahí estábamos los dos, frente a frente, después de diez años sin vernos. La escena era nítida, lo que no me quedaba claro, era el sentido del libreto. ¿Tenía yo que irme para la casa con un simple “pa’ la otra”, o tenía que partir con el guatón a la piscina del Club? Mis preferencias estaban más inclinadas por la primera opción, pero al ver su cara de culpa, y la estoica impronta de su rostro para salvar una tarde sin sentido, dejé que fuese él el que sugiriera una alternativa.

-¿Y cuál es el plan B, guatón?
-Vamos igual po’ compadre –me dijo algo aliviado por mi pregunta- El Club está lleno de minas ricas.

Así que ese era el Plan B. Hacer un día de piscina con el Guatón Centeno. Solos, sin minas. Misteriosos son los caminos del señor, pensé, mientras enrolaba un cigarrillo con algo de malicia para relajar la vena.
El guatón hablaba mucho pero decía poco. En su tono había algo que hacía evidente su esfuerzo por mantener alguna circunstancial conversación, sin nunca entrar a terreno muy sustancial. Era como si tuviese sumo cuidado en parecer descuidado. Pensé que eso era síntoma de que algo se traía entre manos, pero que lo tenía reservado para más tarde. Cuando llegamos al Club, no tardé en darme cuenta cuáles eran sus intenciones. Apenas nos instalamos con las toallas y el guatón se sacó la polera, pude darme cuenta de lo que nos congregaba: el guatón ya no era guatón, sino un híbrido raro de ex-guatón y hueón musculoso. Había logrado reducir casi todos los excesos que por años poblaron su cuerpo. La verdad, en su estado actual, nadie que no conociera su pasado podría deducir (al menos no inmediatamente), que toda su vida había sido una bola llena de grasa. Y es que el guatón se había esmerado, con relativo éxito, en borrar cualquier indicio de su pasado. Empezando por la grasa, y de una manera algo más subliminal, las hormonas.

No fue mucho después de que comencé a aburrirme cuando recibí el primer mensaje de texto de Max: ¿y qué tal las minas? Mi respuesta, maniobrada disimuladamente, fue elocuente: 0 minas.
-Guatón... ¿te acordai de Max?
-Sí... perfecto, ¿qué es de él?
-Ahí está el hueón... te manda saludos...
-¿Se ven todavía?
-Sí claro... bien seguido.
-¿Y a quién más ven seguido?

Le di un par de nombres sin mucho entusiasmo, y ante su insistencia, una idea vaga de lo que algunos de nuestros viejos compañeros hacían con sus vidas. A mí, la verdad, esas conversaciones del “qué es de tal o cual”, por alguna razón que no lograba descifrar del todo, me resultaban odiosas. El guatón, en cambio, mostraba el mayor interés en saber de la gente. Era como si en mis breves palabras constatara anonadadamente el paso del tiempo. Cuando me dijo, con algo de temor, que hacía años que no veía a nadie, comprendí que el guatón era miembro de ese club de personas incapaces de hacer amistades sustanciales en la vida. Esos seres que pasan por el colegio sin crear ningún lazo, no por ser genios o incomprendidos (el guatón era, más bien, una mente predecible), sino por una fatal intrascendencia, por un apego a los principios de la utilidad, esos mismos que le habían servido para hacer carrera de gerente, y que lo habían instalado cuasimeritocráticamente en la empresa de su familia. Pensándolo bien, yo mismo, después de diez años de mutuo anonimato, era parte de su lógica utilitaria: el guatón me invitaba a un día de piscina para hacerme saber que él ya no era el miserable de entonces, y para que yo se lo hiciese saber a cada uno de los que “veía seguido”.

Ahora que lo pienso, fue esa imagen del guatón, tomando sol con su nueva piel, lo que me hizo reparar en lo repugnante que se había tornado para mí la vida de una buena parte de mis viejos amigos. Esta procesión idiota que era, desde una cierta edad, vivir de las apariencias. Toda una generación embobada con obtener reconocimiento, admiración, falsos aduladores. Esa manía de andar aparentando que se tenía poco tiempo, o más aún, de arreglársela para no tener tiempo alguno. Yo, que me pasaba la vida sin mayores apuros, escribiendo en la revista y preparando mi programa en la radio, no tenía claro hasta qué punto era parte de lo mismo. Pero lo que sí tenía claro era que tenía que soportar un largo listado de idiotas que me llamaban por si acaso podían aparecer en algunas de mis anécdotas o entrevistas. Que pasé ocho meses en Barcelona, que pongo música en un Club, que ya no soy el idiota que siempre he sido, que ya no soy el idiota que siempre seré. Que ya no tengo tetas.

Después de refrescar la cabeza con un chapuzón, me instalé el resto de la tarde mirando a una rubia que nos tocó al frente. Según me informó el guatón, era la esposa de un gerente de “la Volvo”. El guatón tenía esa patética manía de hablar de “la Volvo”, “la Mercedes”, “la IBM”. Curioso que nunca se haya referido a “la Super-P”, sino simplemente a “la empresa”. De hecho, cuando me dijo que era el gerente, noté en su tono un cierto apremio, como si no quisiera entrar en detalles de su vínculo con los pollos. Lo único que yo debía saber era que él se había convertido en un super-gerente, y que por lo tanto, ganaba un super-sueldo. Yo, que nuca tuve interés ni por las gerencias, ni mucho menos por los pollos, me refugié tras las gafas oscuras y observé las doradas caderas de la rubia. Fue al rato cuando recibí el segundo mensaje de texto de Max: ¿y cómo están las tetitas del guatón?

Se me fue la tarde mirando a la rubia. Para calmar la erección, tuve que irme a chapucear un par de veces, una de ellas acompañado del guatón. Comenzamos a bracear de un lado a otro. El guatón estaba en buen estado físico, aunque pude darme cuenta de que aún habían indicios de obesidad. Cierto: las cantidades de pollo habían sido reducidas al mínimo, transformando su cuerpo al punto de una persona casi normal. Pero se podía intuir, aquí y allá, el grito ahogado de la grasa negada, de la hormona reprimida.

-¿Hai estado haciendo dieta, guatón?
-Sí...
-Te sacaste unos buenos kilitos, ¿eh?
-Sí...
-¿Qué onda? ¿Gimnasio?
-Sí. Gimnasio.
-Bien hueón ¿ah?... ¿Y cuánto estai pesando?
-No sé. No me peso en años. ¿Nadamos?

Entonces comprendí su angustia: el guatón quería hacer patente algo que tenía que ocultar. El guatón tenía que afirmar justamente lo que tenía que negar. Como esos nadadores que pasan a segundo lugar por el mero hecho de darse cuenta que van primeros.

Al volver, la rubia ya se había ido. Yo me comí un helado, mientras el guatón se echaba crema y se ponía al sol. Nos pasamos un rato conversando antes de partir. De alguna manera, ambos sabíamos que no nos veríamos en otros diez años. No habría sentimentalismos, sino una breve ceremonia de despedida en la que yo le haría saber que el mensaje había sido captado. Y es que el guatón había cumplido con su misión espartanamente. Y sin saberlo, su logro ya daba los primeros frutos, como el último mensaje de texto que le mandé a Max: el guatón ya no tiene tetas. Cuando nos dirigíamos al auto, con el sereno cansancio de un día de piscina, me llegó su mensaje de vuelta: dile que se raje con unos pollos entonces.

La verdad, fuera de toda broma, no era una mala idea. El hambre después de un día de piscina es siempre brutal, y unos pollos asados podría ser el panorama más distendido para apalearla y reírnos de nosotros mismos. Además, había que rematar la tarde con lo que mejor retrataba a mi anfitrión: comer pollos. Mal que mal, el guatón se había pasado toda la tarde tratando de convencerme de que ya no era la persona que siempre había sido, y un pequeño tributo a su pasado equilibraría las cosas. Fue en el primer semáforo, después de un intruso silencio, cuando le dije:

-Qué hambre. ¿Vamos por unos pollitos, guatón?

Fue entonces cuando pude descifrar en su rostro todo el miedo que escondía tras su cuerpo. Era el rostro de quien debe negar su propia voz. Sobre todo, bajo su pelo y tras sus gruesas gafas de gerente, pude ver el mismo niño obeso dando descoordinados botes a una pelota de basketball. Pero esta vez había algo distinto: el niño tenía un rostro de pollo. Uno de los millones de pollos que advirtiendo el destino fatal de los que le anteceden en la fila, toman conciencia de que la hora de su fin ha llegado, sin jamás haber tenido la oportunidad de ser quien realmente se quería llegar a ser.

-Dejémoslo pa’ otro día –me dijo-. Tengo que llamar a una minita más rato.
-Juegue, guatón. Lo dejamos pa’ otro día.


Más textos de Pablo Fuentes en http://www.missesmisters.blogspot.com

2 cartas al director:

Blogger tuerten dejó dicho...

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12:52 p. m.  
Anonymous Anónimo dejó dicho...

mmmm. como que suena a autobombo el comentario. pero qué más se podía esperar de un escritor.
tiene sus cosas el cuento, sigue escribiendo.

5:35 p. m.  

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