noviembre 12, 2006

Miguel (4 & 5), by mutt

4

Nada parecía extraño. Ya nada podía ser extraño. Quizás la riqueza, los autos, los problemas de esos otros que le negaban permanentemente la entrada a sus espacios. Pero incluso eso se había acostumbrado a manejar, aunque no fuera totalmente. Es cierto, todavía le costaba –las miradas, la ropa, el pelo-, pero podía desenvolverse. Había aprendido. Esos años con el tío le habían servido. Y le habían servido también las madrugadas preparando barricadas, las clases, las noches de mate entre adultos. Le había servido la Historia, aunque no le gustara. Le habían entrado por los poros las lecciones, las ausencias, los silencios. Y eso lo sabía ahora, bajándose de la micro, esperando el auto, esperando a la ‘Alejandra’, esperando que pasaran los tres minutos que se había adelantado. Lo sabía ahora, cuando la certeza de no ver más a su madre, cuando la seguridad de que esta podía ser la última tarde. Lo sabía cuando se subió al auto, y lo sabía también cuando después de recibir las últimas instrucciones preguntó si alguien tenía cigarros, provocando una marejada de risas nerviosas y recriminaciones. Y cuando entro en la casa de seguridad, cuando el acuartelamiento fue real y no la ‘situación’ que le contaban en las lecciones, también lo sabía. Como en un fogonazo tomó conciencia. “Los nombres nombran las cosas, las determinan”, le había dicho el tío en uno de sus arranques mientras estudiaban el Estado y la Revolución. Fue una frase, siete palabras hiladas quizás arbitrariamente. Tal vez no era nada. Pero era. Nunca debió ponerse ‘Miguel’. Era condenarse. Pero estar ya en la casa era condenarse, estar memorizando su parte era condenarse, estar frente al plano operativo dibujado en papel kraft repasando las salidas y los tiempos era condenarse. Pero eran las palabras las que lo condenaban. No era él. Eran las palabras. Y las palabras le decían que iba a ser para siempre ‘Miguel’.
5

Por eso, al pasar lo años, decidió no decir nunca más su nombre viejo. Ya no habría, en su historia, nunca más un Sebastián, sólo un Miguel.
Y Miguel siguió, con ese nombre elegido, andando por las calles de la ciudad, viendo cómo lo que le habían enseñado se iba, día tras día, a la mierda. La ciudad, con su nueva cara, se iba comiendo las palabras del Torpedo, las ausencias primero de su padre y luego de su madre, las calles de la pobla en las que aprendió, sucesivamente, a confiar en los suyos y a desconfiar incluso de su sombra, cuando años más tarde cayó el telón sobre el país y, tras un rápido cambio de vestuarios, los “compañeros” encarnaban ahora el papel de los milicos.
Ahí Miguel se dio cuenta de que a los pobres los llamaban sólo una vez cada cien años, cuando eran necesarios; que después todo volvía a su curso natural, a las miradas de miedo por el pelo chuzo, a las detenciones rutinarias de los pacos, a las patadas y las noches largas de comisaría.

Y así, mientras el país se iba olvidando de su historia, Miguel iba borrando también los rostros de la suya, sus palabras, sus plegarias de pobres con esperanza.
Por eso dejó de extrañarle lo que veía, las portadas de los diarios con sus fotos de colores y sus silencios en blanco y negro, la prepotencia de los capataces, la cabeza gacha de la gente en las micros. Y como le cambiaron el país, Miguel también cambió de ropa.

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