diciembre 21, 2005

Míster White (texto de Pablo Fuentes)


Este es uno de esos días en que uno no se pregunta qué hacer, sino por qué hacerlo. Si me fuerzo a una respuesta no encuentro ninguna: estoy aquí, pagando las culpas de una noche escandalosa, en la lujosa casa familiar de mi amiga Bernarda, mientras sus abuelos, padres, tíos y primos asisten ecuménicamente a la misa de domingo. ¿Razón suficiente? No lo sé. Quizás tenga que añadir que mi amiga Bernarda –la gran culpable de mi estado catastrófico esta mañana– nada de espaldas en la piscina, luciendo sus dorados muslos y caderas, y que yo estoy con erección de tanto mirarla.

–¿Por qué no te metes a la piscina, tontorrón? –me pregunta a la distancia–. Te va a estallar la cabeza si sigues sentado ahí con cara de mona.
–No... más rato... voy a tratar de dormir un poquito.
–¿Dormir un poquito? –me grita burlona–. ¿De verdad tienes sueño?

La verdad, no tengo ni una pizca de sueño. Y la única razón por la que sigo aquí es que no tengo una buena razón para no estarlo. Aunque quizás Bernarda esté en lo cierto: me va estallar la cabeza. Yo y mi cabeza repartidos en mil pedazos por el jardín. Me pregunto si no será mejor hacerle caso, meterme en la piscina, y aprovechar de rozar distraídamente su pubis con mis piernas. Sé que ella lo desea tanto como yo, pero que por honor a nuestra amistad no me daría el privilegio. Mal que mal, ella sigue siendo mi amiga, y yo un ciudadano común y corriente que ha tenido la suerte de convertirse en su confidente. Una cosa son las acciones, otra muy distinta los deseos. ¿Quién fue el que lo dijo? La vida humana bien podría ilustrarse con ese lema. Aunque, la verdad, la vida humana es algo muy distinto a lo que está acostumbrada Bernarda y su gente.

En fiestas como la de anoche, por ejemplo, nadie considera los deseos como algo diverso a las acciones efectivas. Hablo de gente que está acostumbrada a obtener lo que quiere y a ponerle precio a lo que gran parte de la gente cree que no tiene precio. Sé muy bien que anoche, cuando yo y Bernarda nos miramos, quizás por primera vez, con la mutua complacencia de querer acostarnos juntos (yo de Superman, ella de Cleopatra), todo hubiese tomado su curso natural si no hubiese llegado ese extravagante hombre con acento inglés, que se presentó elocuentemente como el Demonio, y cuyo disfraz no consistía más que en un oscuro y elegante traje de seda, un pañuelo azul, y un reloj de oro. Apenas le puso los ojos encima, Bernarda se sintió poseída.

–Lady, would you excuse me? Are you acquainted with the house?
–Indeed– dijo mi amiga, en un perfecto inglés británico.
–Would you show me my way to the toilettes?
–Yes, of course. Upstairs and down the corridor. Please, follow me.

Please follow me. “Please fuck me”, pensé, mientras mi amiga conducía al hombre a su destino. Me quedé parado, algo confundido, con un vaso de whisky en la mano y la “S” en mi pecho ardiendo en llamas. Sin duda que el diablo era un contrincante de dimensiones mayores, y a su refinado gusto no le pasaría desapercibida esta belleza sudamericana, con su perfecto inglés británico y su culta conversación. ¿Qué podría hacer un superhéroe como yo frente a un contrincante como ese? Ella aprovecharía la ocasión para contarle de su proyecto de novela (ambientada en Londres) y sus semestrales visitas a “la isla”. Omitiendo, por supuesto, el financiamiento que su padre, maravillado con la idea de que su primogénita se convierta en escritora, está dispuesto a otorgar para sus viajes y la consecuente publicación del libro, una vez que Bernarda escriba su última línea. Ella dice que avanza bastante. Yo, la verdad, tengo mis dudas, viendo la cantidad de droga que mi amiga mete en sus narices. En todo caso, ya habrá tiempo para escribir. Bernarda siempre termina consiguiendo lo que se propone. Su natural encanto, su cultivada conversación, su risa que parece una flauta traversa, y un ingenio que a veces parece brillarle en los ojos, le abren camino en un mundo que se rige inequívocamente por la belleza y el dinero.

Es lo que anoche me decía, en nombre de su clase, el mismísimo Lorenzo de Medici: “Después de los grandes artistas o los genios, no hay hombres más interesantes que los millonarios. Nadie lo puede negar: hacemos lo que nos gusta, comemos lo que se nos antoja, compramos lo que no se puede comprar”. Los confusos incidentes de anoche no me permiten precisar cómo ni por qué terminé hablando con ese hombre, pero sin duda que sus modos y refinada retórica llamaron mi atención. El hombre llevaba un cuidado disfraz con toga y brazaletes, y parecía algo ofuscado a esa altura de la noche. Me aseguraba no entender ese estúpido afán de los demócratas de hacer de ellos, los magnates, una figura del todo distinta: como si ellos, pese a su dinero, fuesen infelices. “Gran mentira” me dijo, con la mirada fija en mi rostro. “Somos lo más felices que se puede ser en un mundo como este, y por cierto, infinitamente más felices que los demócratas”.

Yo intentaba seguir el hilo de su conversación, pero entre la música y el escándalo alrededor, no era fácil de hacerlo. El hombre estaba aferrado a su vaso de whisky, que era llenado de tanto en tanto por un mozo disfrazado de Apóstol. El Medici tomaba enajenadamente, sin parecer afectado más que en unas fugaces y melancólicas miradas al vacío, que al rato se interrumpían con una intempestiva voz, que parecía salir de ultratumba. Volvía siempre sobre la misma idea, y no sé por qué se empeñaba en hablar conmigo. Quizás, bajo mi capa y mi disfraz, pudo adivinar mi condición de demócrata, y quería hacerme saber lo que realmente se pensaba de la vida desde su condición de Mecenas. “Si lo piensa bien, superboy, a todo a lo que aspiran gran parte de los demócratas es lo que nosotros tenemos día a día: grandes casas con bellos jardines, excelente comida, lujosos automóviles, entretenidos viajes, y sobre todo, bellas mujeres que nos hacen la vida más placentera. De nada nos sirven esos vanos discursos acerca de un reino impalpable más allá del reino material de este mundo. Lo único capaz de hacernos trascender es el placer y la belleza, y eso no lo vamos a lograr sin un buen fajo de billetes en el bolsillo. Por eso admiramos y cuidamos tanto de los artistas y los hombres de genio, preocupándonos de preservar sus obras con museos, colecciones, bibliotecas, y donaciones que son muchas veces anónimas”.

Sus palabras me hacían presumir que de verdad se trataba de un hombre ligado al negocio del arte, lo que lo habría animado a disfrazarse de Lorenzo de Medici, como él mismo se había presentado. Estuve un buen rato escuchando sus palabras, hasta que finalmente comprendí que el hombre desvariaba bastante, y que sus monólogos comenzaban a serpentear en forma incoherente. Yo hacía rato que había perdido de vista a Bernarda, que vestida de Cleopatra, había tenido la mala idea de hacerse acompañar durante toda la fiesta por ese demonio. Algo ofuscado, me animé a interrumpir al Medici con una pregunta que pondría fin a su monólogo.

–Perdón, ¿conoce usted al diablo? Ese que andaba con mi amiga, Cleopatra.
–¿El diablo? Usted se refiere a Mister White. Tiene que andar por ahí, haciéndole un regalito a su amiga –me dijo, haciendo un gesto con sus dedos cerca de las narices.
–Pero, ¿quién es? ¿Es inglés?
–Pero, amigo... ¿qué otra nacionalidad puede tener el diablo? –me respondió, lanzando una carcajada que me pareció fingida.

Continué tomando de mi whisky sin querer hablar más con el Medici. Él pareció comprender que ya no me animaban sus bromas y que estaba más interesado en las andanzas del diablo con Bernarda que en su estúpido monólogo. Cuando estaba por abandonarlo, el hombre me tomó del brazo, y me dijo:

–No se preocupe. Es un traficante internacional, que nos abastece desde hace años. Es de nuestra absoluta confianza. ¿Desea probar?

Lo quedé mirando mientras sacaba de su bolsillo un pequeño cilindro plateado y un espejo biselado que apenas cubría la palma de su mano. Puso algo de droga en la superficie y luego me la acercó a las narices.

–Vamos... no se asuste. No es criptonita.

Aspiré dos, tres veces. Comencé a sentir los efectos muy pronto, y creo que seguimos tomando whisky por más de una hora. Él parecía disfrutar de mi complicidad, pero al rato yo había empezado a sentir nuevamente el hastío de su presencia. Él pretendía seguir con su discurso de patrono del arte y hombre al servicio del humanismo, algo que me había animado en un comienzo, pero que a esa altura de la noche me parecía completamente absurdo. En un arrebato de hastío, lo interrumpí, y le pregunté cómo era posible que un patrono del arte haya terminado espolvoreándose la nariz con un superhéroe que, a fin de cuentas, defiende y protege el bienestar de los demócratas. Él mostró su sonrisa más irónica, como si hubiese estado esperando la pregunta hacía rato.

–Váyase al carajo– me dijo.

Emprendí vuelo en busca de Bernarda. Atravesé dos salas enormes y un patio interior, registrando en cada uno de esos rostros el enajenado gesto de los excesos. Ahí estaban todos: Budha, Napoleón, Sandokán, el Tío Sam y la Mujer Maravilla... Todos los héroes de este mundo bajo los tristes efectos, todos con el mismo e impersonal rostro de la decadencia. En un momento, sentí una mano posarse suavemente en mi brazo. Me di vuelta y pude ver a una espigada mujer tras una mascarilla negra, mirándome con los ojos muy abiertos. “Miaaauuuuu....”, me dijo. Era Isabel, una de las pocas amigas de Bernarda que yo conocía. Iba vestida de Gatuela.

–Hola Superman... –me dijo con voz sensual– ¿Qué andas buscando?
–Nada... Solo quería saber dónde está Bernarda.
–¿Tu Cleopatra? La vi hace como una hora subiendo las escaleras. Miaaauuuuu...
–¿Iba sola?
–N-o-o-o-o-o –dijo entre gemidos– Pero, oye... ¿Por qué no me sacas a volar con tu supercapa? Vamos a bailar...
–No, Isabel. Estoy un poco cansado. Además necesito saber dónde está tu amiga.
–Miaaauuuuu... –gimió, lamentándose–. ¿Mi amiga?... ¿el sueño de tu vida, dirás?

La miré sin sonreír, haciéndole saber que su tonito no me causaba gracia. Ella ladeó levemente el rostro, como poniendo a prueba sus propias palabras, y haciendo gestos felinos desagradablemente sobreactuados.

–¿Y por qué no te disfrazaste de Marco Aurelio, ah?
–Vamos, Isa. No hinches. A todo esto... ¿dónde está el Capitán Garfio? –le pregunté, haciendo alusión a su novio.
–Ah, ese... ¿qué sé yo? –dijo, estirando el cuello y haciendo un gesto irreconocible con la mandíbula.
–Pues yo lo vi bastante animado con una Cheerleader hace un rato.
–Bueno, ¿y qué? ¿Acaso Bernarda no andaba con Mister Devil metiéndose al baño?
–La diferencia, Isabelita, es que Bernarda no es mi novia.
–Y nunca lo será... desgraciadamente para tí... Superman... –me dijo, pasándome su felino dedo por el pecho y clavándomelo a la altura del corazón.

Le tomé la mano con violencia y le sonreí con antipatía. Ella me devolvió la sonrisa con algo de temor, comprendiendo que esa conversación no nos llevaría a nada bueno. Luego de examinar a su alrededor, dio otro de sus gemidos y volvió sus ojos hacia mí. “Está bien... sígueme”, me dijo finalmente, “creo que sé donde está”.

La seguí por un pasillo y luego hacia el final de la escalera. Subimos peldaño a peldaño, aun tomados de la mano. Finalmente llegamos a una puerta, que debía ser la de una habitación pequeña o una sala de estar.

–Aquí fue donde los vi entrar. Pasaré a ver si están allí adentro todavía –me dijo al oído y abriendo cautelosamente la puerta.

Del lugar salió primero una mujer vaquera y luego una enajenada cenicienta. Al rato volvió Isabel, abriendo levemente la puerta, sin salir de la habitación, y mirándome con sus atigrados ojos. Sin decir nada, me hizo un gesto con los dedos para que me acercara. Puse mi cabeza muy cerca de la puerta, para escuchar lo que iba a decirme. Fue entonces cuando puso su mano en mi entrepierna, acariciándome suavemente, y musitando a mi oído:

–No hay nadie aquí adentro, Superman. ¿Por qué no entras conmigo?

Le miré fríamente, y sin decirle nada me di vuelta. Bajé las escaleras con los ojos perdidos en un vago sentimiento. A medio camino, aún desde la altura, creí distinguir la figura del diablo salir al balcón. Al llegar al salón central, me di respiro para abrirme paso entre la multitud. Uno a uno tuve que enfrentar nuevamente los enajenados rostros de esos personajes. Cuando finalmente logré salir al balcón y tomar un poco de aire, pude distinguir en la lejanía la voz de amiga en una de las salas laterales. Cuando di con ella, mi único alivio fue que el diablo ya no la rondara, aunque por lo visto este la había auspiciado con una generosa dosis, que mi amiga repartía sin disimulo sobre un cristal. Junto a ella estaban Batman y Robin, un par de músicos electrónicos que se refregaban las narices hablando de arte y literatura, como si hubiesen estado comentando una pelea de box.

–¿Pero tú realmente crees que Arthur Miller es mejor escritor por haberse acostado con la Marilyn Monroe? –le preguntaba Robin a mi amiga.
–¿Y tú que crees, corazón? –le respondía Bernarda con una sexy sonrisa.

Me uní al ritual como si fuera parte de una película muda. Tomé otro trago y acepté todas las ofrendas que me hacían. No sé cuánto habré consumido. Solo tengo la sensación de que ya de madrugada, sentí posarse sobre mí la pesada mano de la decadencia. Cuando el sol de la mañana comenzó a entrar por los ventanales, Bernarda atinó a concluir su enajenada charla con Batman y Robin, que a esa altura manifestaban abiertamente su intención de llevarse a mi amiga a su supercueva y continuar una fiesta privada. Cuando Bernarda finalmente se desprendió de ellos, me tomó de la mano y caminó conmigo hacia la puerta. Algo confuso, avancé por el umbral y sentí el aire fresco de la mañana abofetearme el rostro.

Subimos al auto. El plan era llegar a la casa de sus abuelos, tomar desayuno como si nada, y pasar el resto del día en la piscina. Bernarda puso el auto en marcha, mientras yo prendía la radio y ponía algo de música, aún sin una pizca de sueño. Las calles tenían un resplandor celeste, como si un papel celofán las recubriera de inocencia. Recuerdo haberme sentido muy lejos, como si todo lo que registraba a esas horas de la mañana fuese una magra fantasía, en un país de fantasía, con gente de fantasía. Apenas llegamos a la esquina, Bernarda me pidió que sacara de su bolsillo la bolsa y preparara dos puntas más. Aproveché un semáforo en rojo para maniobrar. Estábamos en eso, cuando lo vimos. A pocas cuadras de andar, y a plena luz del día, el diablo caminaba por las veredas del barrio alto de Santiago. Era azulino y espigado, con un andar elegante y seguro, y de sus ojos alargados emanaba el más lúcido destello. Parecía sonreír y no llevaba prisa alguna. Ninguno de los dos preguntó qué podía estar haciendo a esas horas de la madrugada, caminando por las veredas, pero ese parecía ser su oficio: ir por las calles del alba, sonriendo a los tardíos noctámbulos. Pese a que pasamos muy cerca, no nos vio. Bernarda se sintió aliviada, pues no quería ser vista.

–¿No lo vas a llevar? –le pregunté, refregándome las narices.
–¿Estás loco? A ese hombre lo buscan por todas partes del mundo –me dijo, mientras la oscura y espigada figura del hombre se hacía cada vez más pequeña en el espejo retrovisor.

Fue la última vez que lo vimos en Chile.

Más tetxo de Pablo Fuentes en http://www.missesmisters.blogspot.com

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