Perros (texto de Tomás Harris)*
A Akira Kurosawa. I.M.
"Hubo en el palacio imperial del reino de Xu una mujer que quedó preñada y parió un huevo. Creyéndolo cosa mala, arrojó el huevo al légamo del río, de donde lo rescató un perro, un huncang, que lo llevó a su cueva; y del huevo salió un niño, que fue más adelante heredero del trono; pero transcurrienron los años y cuando el perro estaba a un punto de la muerte, le salieron un cuerno y nueve colas: era en realidad, un dragón amarillo. Fue enterrado en el mismo reino de Xu, en un lugar en el que aún hay una tumba de un perro. Algunos atribuyen esta historia a un sueño de una mujer encinta que soñó parir un huevo, por influjo de los demonios perros o Huncang."
Gan bao. Perros y dragones.
El lugar, una hondonada de arenisca parda y farallones de rocas rojas y negras, como cortadas por una volitiva fuerza de la Naturaleza, estaba cubierto por una densa neblina amarillenta, que afloraba, humeante, desde los múltiples riachuelos y ciénagas, que era todo lo que había en el lugar, como si una pintura de Max Ernst se oscureciera y comenzara a rotar frente a los ojos de un desollado y desconcertado espectador, que va dejando sus huellas de sangre sobre el alfombrado blanco de un museo desierto.
El ámbito era amarillo, azufroso, dúctil, entre retamas retorcidas que se confundían con unos girasoles marchitos, como del tamaño de un hombre. El viento, al pasar por las enormes abras del roquerío negro y las fisuras rojas de los farallones, no sólo parecía, era un lamento, un lamento de la Naturaleza agónica, cancerígena, turbia. El viento era visible, entremezclado entre los fluidos amarillentos de los riachuelos, las ciénagas y las cascadas de agua azufrosa que caían de improviso por los altos farellones de piedra que aparecían como brotadas de la nada o de la tierra infértil; o más bien desde el fango primigeneo que bullía como lava hirbiente, entre una arenilla que semejaba coágulos y algodones empapados en bilis.Gan bao. Perros y dragones.
El lugar, una hondonada de arenisca parda y farallones de rocas rojas y negras, como cortadas por una volitiva fuerza de la Naturaleza, estaba cubierto por una densa neblina amarillenta, que afloraba, humeante, desde los múltiples riachuelos y ciénagas, que era todo lo que había en el lugar, como si una pintura de Max Ernst se oscureciera y comenzara a rotar frente a los ojos de un desollado y desconcertado espectador, que va dejando sus huellas de sangre sobre el alfombrado blanco de un museo desierto.
Si un observador hubiese podido estar en el lugar, jamás habría podido imaginar que allí había un tipo de vida. Ni siquiera de muerte. El paraje desolado era más devastador para el alma que la vista de un cementerio; y más atroz, en su configuración de agonía planetaria. Y si nuestro observador pudiese ubicarse en lo alto de los farallones de piedra negra con filones rojos, como cobre ardiente, podría distinguir, entre las retamas espinosas y los coágulos de la arena, entre los algodones empapados con bilis, una suerte de reminiscencia inconsciente de los campos de concentración de Auschwitz o Baden-Baden, en unas formas inertes, similares a lo que podría haber sido un hombre, un judío o un polaco, callendo ya sin aliento entre las botas nazis y el ya agotado miedo. Porque el miedo también agota, cansa, petrifica, termina en ese estado que Nietzche llama el "fatalismo ruso", un fatalismo sin rebelión por lo cual el soldado ruso, acosado por la dureza de la campaña, sólo sabedor de su fatiga, acaba por tenderse en la nieve a morir de blancura.El paisaje era eso, una Nada con formas que no aceptaban ya absolutamente nada de Dios, que no tomaban nada de la Nada, que no acogían nada dentro de sí.
Observemos los sucesos que acontecerán desde la perspectiva de los farallones negros, veteados de color cobre sulfuroso. Allí, por ahora, no se corre peligro. Acercarse demasiado al ámbito, a sus ciénagas, arbustos y riachuelos, no podríamos soportarlo, sobre todo por la omnipresente niebla amarilla y radioactiva. Desde las alturas, podremos ver los acontecimientos como los vería un dios, pero un dios caído, no a los infiernos dantescos o miltonianos, sino a los infiernos de la radioctividad.
Detrás de unos girasoles marchitos, enormes, como hombres empalados por un inverosímil Principe Vlad, apareció el primer perro. Desde el punto de vista de los acantilados y farallones de piedra, podría parecer un perro común y corriente, un perro de esos que husmean entre los basureros. -acá husmeaba entre los girasoles y la ciénaga azufrosa y amarillenta, que eran ahora los verdaderos basureros-. Por lo cual, tendremos que descender un poco, o algo más que un poco por los farallones negros y cobrizos y buscar en la roca hirviente un mirador donde no nos dañe la radioctividad. No más de cincuenta metros del ámbito, donde ahora husmea el perro, porque podría resultar mortal. Por lo tanto, lector, quédese aquí, en esta arista del farallón y no descienda ningún metro más. No quiero que muera. Si usted muere, estos acontecimientos también mueren, se sumen en la Nada, como en un fundido cinematográfico.
Ahora vemos al perro con más detalles: es grande y de complexión gruesa, diríse una mezcla de pastor alemán y boxer. Su lomo está cubierto de callosidades isquiáticas y mientras husmea entre al hálito magro de los riachuelos y las ciénagas, levanta de cuando en cuando la cabeza y mira hacia los farallones. Pero no se preocupe. Usted no es parte de este paisaje. El perro no puede verlo como usted a él. Ahora que ya ha visto su tamaño, sus patas rugosas pero firmes, las nervaduras que se prolongan desde el vientre hasta el cuello; además de las callosidades isquiáticas, podrá, además, reconocer su color: rojo; pero un rojo no concebido jamás por la naturaleza ni por el arte. Entonces habrá que preguntarse quén concibió ese rojo deletéreo. Pero es mejor mirar que preguntar, cuando estamos acurrucados en un farallón de piedra negra y vetas azufrosas, a pocos metros de la radioctiva nube amarilla.
Después de recorrer en círculos parte del ámbito bullente y brumoso, el perro rojo comienza a mear un líquido verde, parduzco, que al contacto con el fango, saca chispas y hace arder el fango. Ahí esta el primer perro, el rojo, mezcla de pastor alemán y boxer, acezando, con la lengua rosada y llagada, colgándole de un lado, como también el miembro, una especie de gusano húmedo y brillante, demarcando su territorio.
Ahora, también entre las fisuras de los farallones, aparece otro perro, un segundo perro que se deja llevar por su olfato entre las nubes amarillas y radioactivas. No podemos ver cómo es este perro porque la nube radioctiva se ha comenzado a adensar y borronear los perros, sus formas y sus movimientos. Pero no vaya hacer locuras, lector. Quédese en la grieta del farallón y espere con paciencia. No olvide que la niebla amarilla es radioactiva, de comportamiento dúctil, impredecible, por lo tanto podría amainar, para dejar los perros a la vista y poder ver cómo es el segundo, que ahora rodea gruñendo el territorio demarcado con el orín llameante del perro rojo.¿Ve cómo se disipa ahora la niebla amarilla y queda a ras de piso, como una alfombra radioactiva cubrindo las ciénagas, arremolinándose lenta entre los girasones gigantes y los arbustos petrificados? Pero, momento, momento, lector, no baje más. A veces la piedra de los farallones se desprende de ellos y puede caer en medio de la niebla amarilla y radioctiva. ¿Que por qué insisto tanto en la niebla amarilla y radioctiva? Bueno, eso me parece evidente; no se trata de una cuestión de estilo o de un narrar obseso. La niebla amarillenta y radioactiva es letal, muy rápida y letal. Así que quedémosnos aquí, a buen resguardo de lo descrito y narrado, lector, y veamos la complexión y el comportamiento del segundo perro.
El segundo perro tiene el dorso delgado, pero firme; la pelambre corta, casi pegada a la piel. Deja una huella de sangre en torno al terreno que ha demarcado el primer perro, el perro rojo. Ahora que se disipa aún más la nube amarilla y radioactiva, se puede distinguir que el segundo perro es una especie de doberman, negro y lustroso, pero con el cuello más largo que la especie de los dobermans y más grande, mucho más grande, casi como de la altura de un potrillo.
¡No tire piedras! Bueno, ya está hecho. La piedra dió en el pantano con tal fuerza que se levantó un charco vizcozo y pardo. Erró el golpe como por un metro. Afortunadamente. El perro negro giró sobre su cuerpo; mostró los dientes, gruñó y comenzó a babear. Mire esos caninos. Desde la altura no se nota, pero tienen el tamaño de su dedo cordial, y son filudos, cortantes, como una balloneta oxidada. ¿Por qué como una balloneta oxidada? Porque los dientes del perro negro están recubierto por una película de moho o metal, azul piedra. Ese olor repulsivo es el aliento del perro, mucosidad y pus. El doberman está herido y no deja de sangrar. Pero usted no debe interceder en los acontecimientos. ¿Es etólogo? ¿No?. Lo sabía. Los etólogos no leen literatura de ficción, por lo menos los que yo he tenido la suerte de conocer. Por eso ha cometido el error de cambiar los acontecimientos que se deben configurar por sí mismos; dejemos la figura de los perros tal como está: el perro negro husmea, hecha su fétido aliento que se mixtura con la niebla amarilla y radioactiva, mientras gira sobre sus patas traseras, y gruñe cada vez con mayor potencia.
Ahora el perro rojo, el primer perro, percibe la presencia del doberman, lo ve, mira directo al cuerpo del animal que camina en círculos en derredor del territorio demarcado por el perro rojo, que aún es un círculo o más bien una elipsis de fuego. El perro negro se queda agachado, al borde del la elipsis de fuego donde permanece el otro perro, el rojo. El perro negro está agachado, listo para el salto, esperando un descuido del perro rojo. Con la pata trasera busca un punto de apoyo para dar el saldo y entrar en la flamígera elipsis que demarca el territorio del perro rojo, que se ha echado, pero con una tensión muscular enorme, que hace que sus músculos y arterias sobresalgan hanchidas de sangre, listo para contratacar.
Los perros, ahora, están ahí, inmóviles, olfateando los instintos del otro, levantando levemente la jeta para mostrar los dientes y gruñir entrecortadamente y babear con profusión. No hacen ningún movimiento más que el necesario de la defensa y el ataque, que es un movimiento de tensión muscular, de inmovilidad tensa, de un acumular fuerzas para saltar primero o esperar adecuadamente feroz al atacante. No se impaciente. Usted no conoce el comportamiento de los perros salvajes, sobre todo de estos perros, así que debemos tener paciencia y esperar. Pueden pasar tanto minutos como horas. Mariposas indesisas libando de los girasoles gigantescos. Pero seamos pacientes y dejemos que los acontecimientos se realicen por sí mismos. No arroje más piedras. Ya dije que era peligroso y, por lo demás, usted es aquí un convidado de piedra, tan dura y compacta como la de los farallones y los músculos de los perros, el rojo y el negro.
Están frente a frente. Unos cinco metros de distancia los separan al uno del otro. Se puede ver que se miran, husmean, huelen al adversario y se tensan aún más. ¿Cuál cree usted que atacará primero. ¿El rojo de las callosidades isquiáticas en el lomo? ¿El doberman, grande como un potrillo, que no deja de acechar el más mínimo movimiento que pudiera hacer el otro perro, el perro rojo? El doberman sangra, pero desde esta distancia no se puede distinguir donde tiene la herida. Ahora se levanta un viento, primero una brisa, después, la brisa comienza a soplar con más fuerza. Pero los dos perros, el rojo y el doberman, no se mueven. Sólo les tiembla el pelaje erizado del lomo y un ininterrumpido gruñido distorcionado por la baba. El doberman, ahora se echa hacia atrás y se da un enorme envión con las patas traseras. Ha saltado el ruedo de fuego. Pero una vez dentro de él, y mientras trata de recobrar el equilibrio después del salto, el perro rojo se le ha arrojado encima, elástico y rampante, como un lebrel, a pesar de su gruesa complexión y entierra sus colmillos en el cuello del doberman y comienza a agitar la gruesa cabeza para destrozar la elástica garganta del doberman. El doberman cae a la ciénaga con el otro perro asido al cuello, apretando cada vez más los caninos y la sangre salpica casi hasta los pies de los farallones. Pero no crea que será fácil para el perro rojo. De un tirón del cuello, el doberman se libera de los colmillos del perro rojo, en cuyo hocico queda un trozo de pelambre negro del doberman, que, al saltar sobre el primer perro, ha girado en noventa grados y ahí permanece, al acecho, tenso los músculos, llagado el cuello, esperando el momento de un nuevo salto.
El viento, ahora, ha arremolinado la niebla amarilla, la niebla radioactiva, que envuelve a ambos perros hasta que se difuminan sus contornos y sólo se puede entrever un nuevo compás de espera, un nuevo impulso en el momento adecuado para el salto. Por lo menos, entre la nube amarillenta y radioctiva, logramos ver sus contornos que comienzan a moverse en forma circular y acompasada, mientras sus belfos babean, y no cesan de gruñir, a medida que van levantando la jeta para dejar los blancos caninos desnudos sobre la encía color púrpura. ¿Qué porqué puedo dar esos detalles sobre los animales, a pesar de estar envueltos en la nube amarilla y radioctiva? La verdad, no lo sé. Puede ser una hipersensibilidad que ataca mis sentidos por efecto de la radiaición; pero no puedo asegurarle nada. Mi cerebro está fatigado como para esos cuestionamientos. Mi cerebro sufre de "fatiga rusa".
Ahora arremeten los dos perros al mismo tiempo, lanzando mordiscos hacia cualquier lugar del cuerpo de su enemigo; pero desde acá no se puede ver bien, sólo que la pelea y el viento ha agitado aún más la nube amarillenta y radioctiva, que comienza a subir por las laderas de los farallones. Tenemos que ascender hasta la cumbre, porque la niebla amarillenta y radioctiva ha comenzado a subir más de lo acostumbrado. Venga, no puede quedarse para ver el final de la riña, los dos perros están cubiertos de sangre, de su propia sangre y la del otro perro. Venga, ya, vamos, ya vio lo que tenía que ver. Los farallones son más pesados en el ascenso que en el descenso. Sí, es obvio. Pero ahora despreocúpese de los perros, no importa cual gane, total el otro morirá igual en pocos días, como los girasoles gigantes, los riachuelos, el mismo fango del paraje. Hasta los colosales farallones y sus mórbidas anfractuosidades azufrosas morirán en pocos días. Y yo y usted, lector.
*Agradecemos a Tomás el que nos haya entregado este texto para ser publicado en Kronstadt. Ahora el hombre está armando un sitio donde leer otros textos, pero mientras se pueden visitar los restos de su anterior blog.
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