junio 01, 2007

EL PRESENTE por juan colil abricot


No tengo conciencia del tiempo. Eso es lo que me han dicho los especialistas después de analizarme concienzudamente. Exámenes de sangre, de orina, de iris, pruebas sicológicas del tipo marque una alternativa, privación del sueño, privación del alimento, privación de la familia, golpes vitamínicos y tantas otras cosas lo confirman.
No es una enfermedad, eso me lo han explicado con detalles y de la manera más pedagógica posible, sino más bien se trata de una carencia. Algo que falta en alguna parte de uno de mis sistemas. No es algo físico, tangible: un órgano que alguien pudiera donar, un aparato que se pudiera instalar. Es una reacción, un resultado, un proceso inconsciente. No hay ciencia que me pueda ayudar ni religión que me pueda consolar. Mis cercanos dicen que es una lástima. Les creo porque son personas decentes.
De buenas a primeras uno no lo entiende, es decir, la gente no lo entiende. Para mi no es ninguna complicación, quizás lo único que me perturba es aquello de lo inexorable que resulta el avance del tiempo para todos, incluso para los que no tenemos conciencia de él .
Dicho de otra forma: vivo permanentemente en el presente. Sé que existe el pasado y el futuro, sé que existen los recuerdos y los proyectos, pero para mí son solo imágenes confusas, ideas. Es como saber que existe un nuevo planeta o como saber que existe un órgano interno del cuerpo, el píloro por ejemplo, cosas de las que podemos conversar, afortunadamente sin comprometernos. Porque toda idea nos lleva a tomar partido, a situarnos a un lado; a favor, en contra o en la indiferencia que es lo mismo que situarse a favor pero sin decirlo; Pero como podría situarme en alguna parte si para eso necesito caminar por aquella línea que llamamos tiempo, y más aún necesito poder ver el camino recorrido que me permita sopesar las conveniencias, evaluar los riesgos, reconocer mi experiencia y la de otros. Necesito tener expectativas o por lo menos debería tener algo similar. Quizás por eso me pregunto a veces, si no será de otro tipo mi carencia, una falta de olfato existencial, un severo déficit atencional, una débil orientación en mi adolescencia, que me han dicho que me ocurrió hace años, pero que yo no he notado.
Sé que existe un ayer y un mañana, sé que los días están separados unos de otros por las noches, sé también que desde siempre hemos intentado contar el tiempo, medirlo, someterlo. Y cuando digo siempre, pienso que es una correa sin fin que nos arrastra.
Pienso en el transcurso del tiempo como un río. Así con esas palabras simples me lo explicó mi padre que de niño debía atravesar el Imperial en bote, quizás en ese trayecto comprendió el movimiento del tiempo y de las cosas. Es un recuerdo me dijo y me habló en pasado mientras mirabámos correr las aguas río abajo. El bote moviéndose sobre las aguas, él moviéndose sobre el tiempo. Por eso pienso en el presente como un charco de agua estancada, que no viene desde ninguna parte y tampoco se mueve hacia otra.

CAROL por César Zapata


la conocí en un océano
de ruidos


me emborraché con ella
de ella
para ella


la penetré suavemente


me comió con la decisión
de un lactante


le dije que viviéramos
en un beso
hasta siempre


me compró


vivimos juntos tres años
la amé y me golpeó con sus uñas
me amó y la maltraté conmigo mismo


cuando se fue mi pene se enfermó


pero estoy tranquilo
sé que todo pasa


sobretodo lo sabe el tiempo

(mayo de 2007)

mayo 11, 2007

Breves Textos...(¿Hay otros extensos?)por Francisco Quiroz Escobar


1.- HABITACIÓN DEL OCIO O LECTURA DEL VACÍO


Habitación vacía en día lunes y luna que amenaza ser completa. Bajo constelación alcohólica, whisky on the rock y ladridos de quiltros callejeros

Habitación vacía, con Bowles, es desierto maravilloso bajo su Cielo protector

Así, muertos de sed, los camellos jazzísticos y los mancebos mariconazos en otras páginas, sobre el escaparate, lo chupan rico con Kerouac, Cassidy y Ginsberg, como también con el viejo Bull, quien relata en volá de bencedrines, desde Ciudad de México, Colonia Roma, sus propios aullidos carnales o anales


2.- CHOCOLATE AMARGO

En un vagón del Metro, entre Tobalaba y Los Leones, pensó respecto de los dos chocolates Costa Nus rellenos con almendras, que llevaba en el bolsillo derecho de su nuevo vestón Basement.

Concluyó que el principio y el fin se coquetean en una atmósfera de desgracia. El principio y el fin, por cierto, del amor y del deseo.

Dijo para sí, desgracia, con énfasis y con mayúscula, aunque en ese preciso instante no se sintiera desgraciado, ni tampoco porque hubiera terminado de leer, hace un par de horas, la novela homónima de Coetze.
Mira lo que hago con tus chocolates, dijo, y se engulló el primero, de dos violentos mordiscones, sin siquiera degustarlos.

No fue capaz de sentir placer respecto del chocolate, aunque sí una leve sensación de éxtasis de dolor. Por lo menos lo pensó, mientras leía de manera azarosa los relatos de Trilogía sucia de La habana sin saber, por cierto, el comentario que de ellos y del autor hiciera Bolaño en Entre paréntesis.

A raíz de lo anterior, sintió un olor rancio a ron barato, hecho en alambique y un olor a sexo, salado, metálico, no supo bien. Deseó vomitar, como si fuera un parto o algo por el estilo.

Transbordó, luego, en Los Héroes, ya que se dirigía hacia Cal y Canto. Aprovechó de arrojar con bronca e indiferencia a la vez, en el buzón de Bibliometro, El Jardín de mi amada.

Y hasta te traigo una novela le había dicho, mientras observaba cómo su hija mayor, frente al espejo del baño, le tijereteaba la cabellera cana, que luego teñiría de castaño oscuro. Y es una novela que promete. Ojalá la disfrutes…

El café chico en su mano derecha, una vez instalados en el sillón del living, se desbordó tal como si la taza fuera sostenida por un viejo enfermo de Parkinson. No logró controlar esos estertores, ni siquiera procuró observar más allá del ventanal, hacia el vacío de la noche de ese jueves 22 de septiembre.
La imagen fue sombría y vaticinadora de un futuro que vertiginosamente se hace presente, luego pasado y, finalmente, ceniza.

Todo está al revés, se dijo, cimbreándose en el sillón y juntando de manera autista sus rodillas y casi golpeándolas contra su pecho, siguiendo así, un acompasado ritmo metalero, quizás medio gótico, tal vez absurdo. No me pasa nada, es decir, me pasa demasiado, susurró, observando las cándidas cortinas del ventanal.

No la miró al rostro porque no pudo, aunque se lo propuso. Creyó que el ebrio barco a la deriva que era él, se transformaba, ahora, en Malcolm Lowry.

No estoy drogado, es que estoy tremendamente drogado, quiso decir, sin encontrar palabras.

El living comedor estaba en penumbra. Un entretejido subterráneo, más allá de las sombras dirigía este ocioso ejercicio barroco de equivocaciones de Fiestas patrias.

Sin ataduras, inmerso en este nuevo ciclón, a coro con un raro zumbido, su rostro expresaba algo así como amargura.


3.- A LA DERIVA


Si estoy ebrio nuevamente, es porque no tengo una respuesta al respecto que te satisfaga. Y no reaccionas cuando digo que es por el insomnio y el inmenso dolor que llevo en el alma. Me dices que es típico en cualquier borracho buscar éste y todo tipo de excusas.

Veo figuras geométricas en el espacio y éstas chocan, se entrecruzan y se coquetean. Hay un escaleno a un costado del vacío de mi cráneo que se proyecta en el cielo raso tropezando con un isóseles que lo embiste, furibundo. Ambos odian al equilátero. Dicen que, por su armonía, por su hieratismo, por su indiferencia respecto de ellos. Soy sólo su interlocutor. No podría decirles esto a mis padres. Les basta con la poesía que escribo (que nunca han leído) y con mis amigos que, de vez en cuando, vienen a visitarme a este cuarto de postrado y beben casi hasta morir conmigo, que lamentablemente no puedo.

Mi pie derecho es sólo adorno. No sirve para nada. Me duele increíblemente y para combatir esta tortura, que es delirio, el médico me tiene consumiendo morfina dos veces al día. Soy una Frida Kahlo cualquiera.

De seguro no me creerán si les digo que vino a visitarme un samurai con kimono y todo. No lo pude creer ¿Cómo entró? No sé ¿Y cómo mi perro Pulento no lo redujo? Tampoco sé.

Según él, insulté a su esposa una noche que no recuerdo. Según él, arrojé a su comedor, por una ventana abierta, una bolsa negra repleta de desperdicios que le cayó en la cabeza.

Mientras miraba fijamente a mis ojos, desenvainó la katana y me amenazó con cortarme la mía, trofeo que se llevaría y mostraría luego a su mujer, supongo.

No recuerdo si mi lectura de cabecera, a propósito, por esos días era Mishima, Oe o Murakami. Le pedí, desesperado, perdón, sin embargo me ignoró. Sólo me dijo tú insultar mi esposa, tú insultar mi esposa. Luego comenzó a frasear un lenguaje que jamás entendí y que complementó con una extraña danza, ridícula, por cierto.

Me encandiló el destello del sable en mis retinas.

Comencé a gritar de manera estentórea. Quise ponerme de pie, pero recordé que estaba postrado en cama y que cualquier movimiento sería en vano. Me replegué, entonces, en la cabecera, le pedí perdón por segunda vez y, le supliqué a grito pelado, que tuviera piedad de mí.

Primera vez que hacía uso de esa palabra, por lo menos a mi favor. Él insistió: Tú insultar mi esposa, tú insultar mi esposa.

De inmediato hizo unas fintas propias de la danza nipona que he visto en algunas películas de Kurosawa. Me mostró su sable, sonriente y casi con ternura. Interpretó, luego, unos cánticos extrañísimos. Se acercó a mí. Estuvo a una distancia prudente como para cortar mi cabeza y luego marcharse, cumpliendo con el trámite.

Cerré mis ojos. Apreté fuertemente los párpados. Quise dejar mi mente en blanco. Me sentí, finalmente, calmo y en armonía.

Deseé que esta pesadilla real sólo fuera un dulce sueño, un peligroso sueño del que se pudiera, ojalá, despertar.

marzo 27, 2007


Bertoni y la música que nadie cacha

por Leandro Hernández Gómez

Entraron a robar al barril de Bertoni
lo cagaron con sus discos,
con su equipo,

¡estaban dateados!

¡puros contemporáneos!

¡De esa música que dice pí-pá-pú!

¡todo Satie, todo Cage!

¡Lo que más me duele
es que lo van a vender a veinte pesos!
¡¡¡Nadie cacha esa música!!!

Le digo que quien identifique los discos en el persa
Va a estar contentísimo, sorprendido, desprendido
( variación: “Le digo que cuando Nadie identifique los discos en el persa
Nadie va a estar contentísimo, sorprendido, desprendido”)
(variación i: “Le digo que cuando Ulises identifique los discos en el persa
Ulises va a estar contentísimo, sorprendido, desprendido”)

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noviembre 12, 2006

Miguel (1), by mutt

A Fabián

“Díle a los pacos que no me mosquéen.
Soy bueno para la paz... pero excelente para la guerra”




1


A veces me dicen Sebastián, como a San Sebastián, el de las flechas. A veces no. A veces me dicen San Vicente, y no por el santo, no por el santo en particular, si es que hay alguno, si es que hay alguno que se llame así y que importe. A veces me llaman San Vicente porque ese es mi apellido, San Vicente. Ese es mi nombre, Sebastián San Vicente, no San Sebastián, y no sólo San Vicente. No sé si de verdad me llamó así, pero había un anarquista español que fundaba sindicatos en México, que después se murió, dicen, en la defensa de Bilbao, o de Madrid, o algo así. Y él se llamaba así: Sebastián San Vicente. Puede que esta sea mi historia. Puede que sea la suya. Puede que no haya muerto ni en Madrid ni en Bilbao, puede que no haya sido español. Eso da lo mismo. Esta es su historia. Esta es mi historia.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Me hubiera gustado nacer el 1º de mayo, pero eso lo supe después, cuando me importó nacer, cuando me importó estar vivo. Nací el 5 de octubre del ’74, entre la cordillera y el canal San Carlos. Mi vida está plagada de santos, llena de animitas, de fantasmas. Pero eso también lo supe después. Mi viejo era anarquista, mi vieja católica y comunista. Yo salí canalla. Salí canalla, fumé cogollo y quemé micros. Herencia paterna. Jugué a la pelota mientras pude, mientras no me tuve que meter a trabajar, mientras no me tuve que meter, mientras no me tuve que meter. Mientras no me metí, todo anduvo bien, o más o menos, o mejor que totalmente mal, que es a los más que se puede aspirar entre la cordillera y el canal San Carlos, entre la cordillera y el océano Pacífico, entre la cordillera y el resto del mundo. Entre su espalda y su caracho. Ahora sé que cuando yo nacía otros se estaban muriendo. Sé que cuando crecía otros se estaban muriendo. Ahora sé que siempre se están muriendo otros. Ahora sé que cuando yo nacía se estaba muriendo otro. Ahora sé, porque antes no sabía, porque antes dale que dale con la pelotita, dale que dale con los amigos, dale que dale con correr de la esquina a la otra esquina porque venían los pacos. Pero ahora sé. Ahora que puedo escuchar, ahora que puedo entender. Ahora que me veo.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Crecí rodeado de amigos, lo que agradezco. Crecí rodeado de tierra, lo que también podría agradecer si no fuera porque era tierra meada de miedo. Como meado de gato, pero de miedo, que es más mufa, más yeta. Más ghetto. La tierra no era tierra, era polvo cuando corría, era ruido de camiones con milicos con polvo, era polvo siguiendo al ruido. Y el polvo venía después, cuando ya los milicos habían llegado.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Mi primer pito me lo fumé en las piscinas. No en las piscinas del Hotel O’higgins después de la votación de la reina del festival. En las piscinas no más. En las tazas. Y ahí me puse entero loco.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Después supe que ese día uno de los otros se llamó Miguel. Pero no me quise llamar Miguel. No hasta después, por lo menos. Cuando nací, cuando celebraba mi cumpleaños, no quería ser Miguel. Quería ser el loco Mario.

Al loco Mario se lo pitearon el ’83. Una patrulla de milicos lo pilló curado después del toque. El loco Mario era volado. Escuchaba Led Zeppelin y Deep Purple. Dí peiper, como decía el loco. El loco no hueviaba a nadie, pero lo agarraron los milicos y le sacaron la mierda. Hicieron que ladrara. Querían que les moviera la cola, los muy culiados. Y el loco Mario, que era entero tranquilo, los mandó a la chucha. Les dijo, curado como estaba, que se metieran las matracas por la raja. Y lo mataron. Le chantaron dieciséis balazos: cuatro en la cabeza y siete en las piernas. Los otros cinco los repartieron democráticamente en el resto del cuerpo Y al loco lo querían ene en la pobla, porque era volado pero buen chato. Pero se le salió la huevá. Después empezaron a decir que el loco Mario era del MIR, y salieron los comunistas diciendo que no, que en la UP había sido de la jota. La huevá es que al loco Mario se lo echaron y quedó la media cagá. Mi viejo anduvo hueviando de lo lindo después que se pitearon al loco Mario. Yo después caché la onda de mi viejo. Pero eso fue después. Después de “la fiebre verde y los fierrazos”, como dice Redolés.

Todavía no terminaba el liceo cuando fueron a buscar al viejo a la casa. Entraron gritando, preguntando por el “Max”, rompiendo todo lo que pillaban. Mi vieja los agarró a chuchadas. “Asesinos de mierda”, les gritaba mi mami, y ahí se entraron a chorear de verdad. Todo esto lo supe en la tarde, cuando llegué a la casa y estaba hecha mierda. Una vecina, la señora Cecilia, me dijo que había estado la CNI, que habían ido a buscar a mi viejo, pero como no estaba, la habían agarrado con mi vieja. Me dijo que mejor me quedara en su casa mientras ubicaba a alguno de mis tíos, porque los cenecas se habían llevado a mi vieja y había que ir a la Vicaría y todo. Que uno nunca sabía lo que podían hacer esos animales, eso dijo la señora Cecilia, y sabía lo que decía. Después del golpe, los milicos se habían llevado a su marido. Vivían en la Nuevo Amanecer, que en esa época se llamaba Nueva La Habana, y el marido de la señora Cecilia estaba metido en no sé qué huevada en el Cordón Vicuña Mackenna. Fue al Estadio Nacional, a hablar con lo milicos, pero como nunca le dijeron nada se empezó a juntar con otras viejas que tenían gente presa, empezó a buscar abogados que las pudieran ayudar, que pudieran acompañarlas a tocar las puertas detrás de las que estaban sus maridos, sus hijos. La señora Cecilia, a esas alturas, se las sabía por libro.

A mi vieja la soltaron como a los tres días. Llegó a la casa el miércoles en la tarde, con los ojos hinchados, llena de moretones. Me sentó en su cama y me dijo que el viejo se había tenido que ir, que no sabía a dónde ni por cuánto tiempo. Creo que ahí decidí no llorar más. Y me empecé a enmierdar. Un par de días después conocí al Torpedo.

Miguel (2 & 3), by mutt

2

Los muros pasaban junto a la micro y la gente desparecía junto a las canchas de tierra y las interminables cuadras de blocks y rayados. Ninguna nube en el cielo, nada que borrara las estrellas y los aviones, sólo las luces de la rotonda, que también desaparecían en poco tiempo, que se borraban de la memoria después de una cuadra, de dos, de tres. La tarde ya se había ido, y sólo quedaba la tibieza de un último día de verano sobre Santiago. Desde el centro, desde Las Condes, volvían las micros repletas con su cargamento humano, hundiéndose como cada noche en las calles estrechas, atravesando los ladridos y los lotes esquineros en los que se iban desgajando los trabajadores con sus mochilas y su pelo mojado. Pero él iba en dirección contraria, su micro iba vacía, o casi. Miró su reloj. No había apuro. Hace tiempo se había acostumbrado a manejar los tiempos, a calcular las distancias entre un punto x y otro cualquiera de la ciudad y su equivalencia en minutos, en horas, en días. Hace tiempo se había acostumbrado al tiempo.



3

El Torpedo vivía más abajo. Más abajo de los blocks, más abajo del canal. Más abajo. Un día apareció por la casa, venía a ver a mi vieja, a dejarle unos paquetes con cosas “que los compañeros habían juntado”. Cuando entró y vio a mi vieja la abrazó un buen rato. Y mi vieja lloró calladita, sin ruido, mientras el Torpedo la abrazaba. Ese día vino y se fue. Bueno, se quedó un rato con mi vieja, pero en la cocina y hablando bajito. Después se fue, y cuando se fue mi vieja me llamó a la cocina. Fue cómo cuando me contó que mi viejo se había tenido que ir, pero ahora su voz sonaba distinta. Como hueca, o metálica, o como si entre la visita del Torpedo y el momento en que me llamó se hubieran decidido muchas cosas y muy importantes. Pero ahora no me habló del viejo, no me dijo de nuevo que él se había tenido que ir, sino que ahora la que se tenía que ir por un tiempo era ella, que no iba a ser mucho tiempo ni muy lejos, pero que era mejor que yo me quedara con un tío, con un hermano de mi viejo que yo no conocía, que ahí, con él, iba a estar más seguro, “por lo menos en cierto sentido”, creo que dijo como silbando, como para ella y no para mí.

Al otro día me armó una mochila y me dijo que me iba a llevar donde el tío del que me había hablado. Me dijo que no me preocupara, que no fuera para la casa porque la iba a cuidar la señora Cecilia y que ella se iba a tener que ir, pero que apenas pudiera me iba a pasar a ver a la casa de mi tío que yo no conocía. Y entonces yo le dije que era ella la que no se tenía que preocupar, que ya estaba grande. Y ahí ella de nuevo como que lloro, pero de nuevo fue como un llanto calladito, como con vergüenza de meter ruido en esa casa que ahora estaba tan silenciosa. Y entonces salimos.

La micro la tomamos en Grecia. Cuando pasamos el canal nos metimos por unas calles angostas. Esas calles que atraviesan Lo Hermida y la dejan como un enorme tablero de ajedrez, un tablero lleno de tierra donde no hay alfiles ni caballos. Un tablero con puros peones y casas bajas.

En la Alameda con San Antonio nos bajamos. Ahí tomamos otra micro, una micro que nos llevó a lugares que entonces no conocía, pero que mi vieja parece que sí. Y en realidad, cuando volvimos a las calles angostas, cuando de nuevo la micro anduvo entre el polvo y la pobla, yo también conocí. Eran las mismas calles, las mismas casas.

Cuando nos bajamos, caminamos entre los perros y las casas. Era como Lo Hermida, pero no era Lo Hermida. Pero era Lo Hermida. Estábamos lejos de la casa, pero era Lo Hermida. Y nos paramos frente a una de esas casas, iguales a las que hay abajo del canal, esas casas bajas, rodeadas de polvo, rodeadas de gente, rodeadas de miedo, y ahí mi vieja me dijo que esperara, que habíamos llegado pero que esperara, que iba a buscar a mi tío, al tío que no conocía que era hermano de mi viejo. Y cuando salió venía acompañada del Torpedo.

Miguel (4 & 5), by mutt

4

Nada parecía extraño. Ya nada podía ser extraño. Quizás la riqueza, los autos, los problemas de esos otros que le negaban permanentemente la entrada a sus espacios. Pero incluso eso se había acostumbrado a manejar, aunque no fuera totalmente. Es cierto, todavía le costaba –las miradas, la ropa, el pelo-, pero podía desenvolverse. Había aprendido. Esos años con el tío le habían servido. Y le habían servido también las madrugadas preparando barricadas, las clases, las noches de mate entre adultos. Le había servido la Historia, aunque no le gustara. Le habían entrado por los poros las lecciones, las ausencias, los silencios. Y eso lo sabía ahora, bajándose de la micro, esperando el auto, esperando a la ‘Alejandra’, esperando que pasaran los tres minutos que se había adelantado. Lo sabía ahora, cuando la certeza de no ver más a su madre, cuando la seguridad de que esta podía ser la última tarde. Lo sabía cuando se subió al auto, y lo sabía también cuando después de recibir las últimas instrucciones preguntó si alguien tenía cigarros, provocando una marejada de risas nerviosas y recriminaciones. Y cuando entro en la casa de seguridad, cuando el acuartelamiento fue real y no la ‘situación’ que le contaban en las lecciones, también lo sabía. Como en un fogonazo tomó conciencia. “Los nombres nombran las cosas, las determinan”, le había dicho el tío en uno de sus arranques mientras estudiaban el Estado y la Revolución. Fue una frase, siete palabras hiladas quizás arbitrariamente. Tal vez no era nada. Pero era. Nunca debió ponerse ‘Miguel’. Era condenarse. Pero estar ya en la casa era condenarse, estar memorizando su parte era condenarse, estar frente al plano operativo dibujado en papel kraft repasando las salidas y los tiempos era condenarse. Pero eran las palabras las que lo condenaban. No era él. Eran las palabras. Y las palabras le decían que iba a ser para siempre ‘Miguel’.
5

Por eso, al pasar lo años, decidió no decir nunca más su nombre viejo. Ya no habría, en su historia, nunca más un Sebastián, sólo un Miguel.
Y Miguel siguió, con ese nombre elegido, andando por las calles de la ciudad, viendo cómo lo que le habían enseñado se iba, día tras día, a la mierda. La ciudad, con su nueva cara, se iba comiendo las palabras del Torpedo, las ausencias primero de su padre y luego de su madre, las calles de la pobla en las que aprendió, sucesivamente, a confiar en los suyos y a desconfiar incluso de su sombra, cuando años más tarde cayó el telón sobre el país y, tras un rápido cambio de vestuarios, los “compañeros” encarnaban ahora el papel de los milicos.
Ahí Miguel se dio cuenta de que a los pobres los llamaban sólo una vez cada cien años, cuando eran necesarios; que después todo volvía a su curso natural, a las miradas de miedo por el pelo chuzo, a las detenciones rutinarias de los pacos, a las patadas y las noches largas de comisaría.

Y así, mientras el país se iba olvidando de su historia, Miguel iba borrando también los rostros de la suya, sus palabras, sus plegarias de pobres con esperanza.
Por eso dejó de extrañarle lo que veía, las portadas de los diarios con sus fotos de colores y sus silencios en blanco y negro, la prepotencia de los capataces, la cabeza gacha de la gente en las micros. Y como le cambiaron el país, Miguel también cambió de ropa.

Miguel (6), by mutt

6

“Los nombres nombran las cosas, las determinan”, se repetía para adentro mientras el cajero metía la plata en el saco de papas. “Las nombran y las determinan”, y empezó a sonar la alarma y el “Tulio Triviño”, desesperado y con el miedo bajándole por las piernas, comenzó la gritería.
-¡Nos van a cagar Miguel, nos van a cagar!
-¡Cállate, culiao’, y vamonos antes de que lleguen los pacos!
No quería hacerlo, pero el cajero se quiso hacer famoso y trato de quitarle el fierro mientras le gritaba al “Tulio”. Uno, dos. Quedó tirado el hombre, con la boca casi tan abierta como la cabeza, mientras sonaba la alarma y Miguel sentía, de nuevo, la muerte en la punta de su mano derecha.
-¿Qué hiciste, huevón? ¡Ahora sí que nos van a reventar los chanchos!
-¡Cállate mierda, que nos tenemos que ir..!

El primer tiro desde afuera hizo saltar la mampara de vidrio de las cajas. El “Tulio” se tiró al suelo, pero una segunda bala lo encontró a medio camino. Miguel se parapetó detrás de un escritorio dado vuelta y recorrió el banco buscando a los demás. El “Guatón Lucho” estaba pasando bala detrás de un pilar y, afuera, el “Topo Yiyo” se había tomado las de villadiego con el auto.
-¿Qué hacemos, Miguel? ¡La yuta está por todos lados!
“Las palabras determinan las cosas, las nombran, las fijan en la mente de los hombres”, pensó cansado. Desde la calle se oían los gritos de los pacos por sobre el barullo del tiroteo. Con el cajero y un guardia muerto, no iban a librar muy fácil. “Las palabras nombran las cosas, las determinan”, pensó Miguel queriendo ser de nuevo Sebastián y estar en Lo Hermida con su tío, en vez de estar metido en esa pelotera.
“Las palabras nombran las cosas, las determinan”, pensó, y mientras se paraba desde atrás del escritorio ante la mirada estúpida del “Guatón Lucho”, gritó mientras las balas le partían el pescuezo: “Soy Sebastián San Vicente, pacos culiados, y soy de Lo Hermida..!”
Y mientras caía en el silencio junto al M16, y se empezaba a callar de nuevo todo a su alrededor, Miguel supo que ya nunca más sería Miguel. Que había vuelto a ser Sebastián y eso no lo podría cambiar ya nadie.

octubre 03, 2006

Viernes Santo (by Brodsky)


No. Te dije que no. No mires la hora... ¡la puta! Ya son dos. Dos horas dando vueltas en la cama y no te duermes. ¿No te ibas a dormir a las once? ¡Son la una y cuarto, huevón, y todavía na’ ni na’! A ver, espera. Si nos damos vuelta... Nop. Mierda, la cama está palpitando. No. No es la cama. Peor. Se trasladaron los latidos del corazón a la cama. ¡Esta cama culiá está viva! Estúpido corazón, está latiendo muy fuerte. Dos horas, y no te puedes dormir. No me huevees. Cresta, la quijada... ¿Qué pasa con la quijada? La quijada, está dura. Rechina. No. No es que rechine. No es sólo que rechine. ¿Qué pasa? Está dura. Y qué queríai, si te metiste como tres gramos antes de acostarte, gil. Pero está dura. Claro, ahora está dura. Y tan cerca que estuvimos después de la paja, cuando las piernas se relajaron, se durmieron. Las piernas. Son las primeras en tratar de convencer al resto del cuerpo que hay que dormir, descansar. Sobre todo después de una paja. Se van. Y cuando las piernas se van, existe la posibilidad de dormir. Pero no, la estúpida quijada tenía que acalambrarse. Espera, se está relajando. ¡Es el momento! Mierda. ¿Para qué metiste la pata en el resquicio entre la sábana y el colchón? Claro, ahora el escalofrío. Para qué jalas si estás resfriado, ahuevonado. Igual con la raya de la mañana y el Cebión 1000 se pasó la huevá. Los síntomas, hueva, no el resfrío. Jódete. ¡Puta que cuesta dormirse! A ver, relájate... Sí, claro, relájate. Como si fuera tan fácil. Estúpida tos. Okey. Tranquilo. Ya. Por lo menos la cama ya no está palpitando. Y la quijada, tranquila como en día de fiesta la muy maricona. Ya. Tranquilo. Total, mañana recién es miércoles. Sí, claro. Esa es la huevá. Por eso me tenía que dormir a las once. Mañana a las seis y media hueveando en la pega... ¡Y ya son las tres y cuarto! Tranquilo. Respira. ¡Chucha, nos van a cortar el agua! Claro, lo que faltaba. Taquicardia. Cállate, huevón. Duérmete. Pero esta huevá de cabeza... Por favor, deja de mirar el reloj. ¿Y si ya que estamos despiertos me echo otra? Podría escribir algo incluso... ¡No, huevón! ¡Duérmete! Suelta ese libro... Okey. Ya. Ahora apaga la luz. Ah. Ya estaba apagada. ¿Entonces para qué chucha agarraste el libro? No preguntís huevadas y duérmete. Relaja. Tranqui. Mañana será otro día... y después otro, y otro, y otros... ad infinitum... Para de pensar huevadas y para la máquina. Relaja. Eso. Tápate bien. Baja la huevá y duérmete de una puta vez. ¿Otra paja? ¡No, huevón! ¡Duérmete! Deja de pensar, abraza la frazada, tápate... Relájate.
Total, pasado mañana es Viernes Santo, y hay que preparar el asado.

enero 03, 2006

Perros (texto de Tomás Harris)*



A Akira Kurosawa. I.M.

"Hubo en el palacio imperial del reino de Xu una mujer que quedó preñada y parió un huevo. Creyéndolo cosa mala, arrojó el huevo al légamo del río, de donde lo rescató un perro, un huncang, que lo llevó a su cueva; y del huevo salió un niño, que fue más adelante heredero del trono; pero transcurrienron los años y cuando el perro estaba a un punto de la muerte, le salieron un cuerno y nueve colas: era en realidad, un dragón amarillo. Fue enterrado en el mismo reino de Xu, en un lugar en el que aún hay una tumba de un perro. Algunos atribuyen esta historia a un sueño de una mujer encinta que soñó parir un huevo, por influjo de los demonios perros o Huncang."
Gan bao. Perros y dragones.

El lugar, una hondonada de arenisca parda y farallones de rocas rojas y negras, como cortadas por una volitiva fuerza de la Naturaleza, estaba cubierto por una densa neblina amarillenta, que afloraba, humeante, desde los múltiples riachuelos y ciénagas, que era todo lo que había en el lugar, como si una pintura de Max Ernst se oscureciera y comenzara a rotar frente a los ojos de un desollado y desconcertado espectador, que va dejando sus huellas de sangre sobre el alfombrado blanco de un museo desierto.
El ámbito era amarillo, azufroso, dúctil, entre retamas retorcidas que se confundían con unos girasoles marchitos, como del tamaño de un hombre. El viento, al pasar por las enormes abras del roquerío negro y las fisuras rojas de los farallones, no sólo parecía, era un lamento, un lamento de la Naturaleza agónica, cancerígena, turbia. El viento era visible, entremezclado entre los fluidos amarillentos de los riachuelos, las ciénagas y las cascadas de agua azufrosa que caían de improviso por los altos farellones de piedra que aparecían como brotadas de la nada o de la tierra infértil; o más bien desde el fango primigeneo que bullía como lava hirbiente, entre una arenilla que semejaba coágulos y algodones empapados en bilis.
Si un observador hubiese podido estar en el lugar, jamás habría podido imaginar que allí había un tipo de vida. Ni siquiera de muerte. El paraje desolado era más devastador para el alma que la vista de un cementerio; y más atroz, en su configuración de agonía planetaria. Y si nuestro observador pudiese ubicarse en lo alto de los farallones de piedra negra con filones rojos, como cobre ardiente, podría distinguir, entre las retamas espinosas y los coágulos de la arena, entre los algodones empapados con bilis, una suerte de reminiscencia inconsciente de los campos de concentración de Auschwitz o Baden-Baden, en unas formas inertes, similares a lo que podría haber sido un hombre, un judío o un polaco, callendo ya sin aliento entre las botas nazis y el ya agotado miedo. Porque el miedo también agota, cansa, petrifica, termina en ese estado que Nietzche llama el "fatalismo ruso", un fatalismo sin rebelión por lo cual el soldado ruso, acosado por la dureza de la campaña, sólo sabedor de su fatiga, acaba por tenderse en la nieve a morir de blancura.El paisaje era eso, una Nada con formas que no aceptaban ya absolutamente nada de Dios, que no tomaban nada de la Nada, que no acogían nada dentro de sí.
Observemos los sucesos que acontecerán desde la perspectiva de los farallones negros, veteados de color cobre sulfuroso. Allí, por ahora, no se corre peligro. Acercarse demasiado al ámbito, a sus ciénagas, arbustos y riachuelos, no podríamos soportarlo, sobre todo por la omnipresente niebla amarilla y radioactiva. Desde las alturas, podremos ver los acontecimientos como los vería un dios, pero un dios caído, no a los infiernos dantescos o miltonianos, sino a los infiernos de la radioctividad.
Detrás de unos girasoles marchitos, enormes, como hombres empalados por un inverosímil Principe Vlad, apareció el primer perro. Desde el punto de vista de los acantilados y farallones de piedra, podría parecer un perro común y corriente, un perro de esos que husmean entre los basureros. -acá husmeaba entre los girasoles y la ciénaga azufrosa y amarillenta, que eran ahora los verdaderos basureros-. Por lo cual, tendremos que descender un poco, o algo más que un poco por los farallones negros y cobrizos y buscar en la roca hirviente un mirador donde no nos dañe la radioctividad. No más de cincuenta metros del ámbito, donde ahora husmea el perro, porque podría resultar mortal. Por lo tanto, lector, quédese aquí, en esta arista del farallón y no descienda ningún metro más. No quiero que muera. Si usted muere, estos acontecimientos también mueren, se sumen en la Nada, como en un fundido cinematográfico.
Ahora vemos al perro con más detalles: es grande y de complexión gruesa, diríse una mezcla de pastor alemán y boxer. Su lomo está cubierto de callosidades isquiáticas y mientras husmea entre al hálito magro de los riachuelos y las ciénagas, levanta de cuando en cuando la cabeza y mira hacia los farallones. Pero no se preocupe. Usted no es parte de este paisaje. El perro no puede verlo como usted a él. Ahora que ya ha visto su tamaño, sus patas rugosas pero firmes, las nervaduras que se prolongan desde el vientre hasta el cuello; además de las callosidades isquiáticas, podrá, además, reconocer su color: rojo; pero un rojo no concebido jamás por la naturaleza ni por el arte. Entonces habrá que preguntarse quén concibió ese rojo deletéreo. Pero es mejor mirar que preguntar, cuando estamos acurrucados en un farallón de piedra negra y vetas azufrosas, a pocos metros de la radioctiva nube amarilla.
Después de recorrer en círculos parte del ámbito bullente y brumoso, el perro rojo comienza a mear un líquido verde, parduzco, que al contacto con el fango, saca chispas y hace arder el fango. Ahí esta el primer perro, el rojo, mezcla de pastor alemán y boxer, acezando, con la lengua rosada y llagada, colgándole de un lado, como también el miembro, una especie de gusano húmedo y brillante, demarcando su territorio.
Ahora, también entre las fisuras de los farallones, aparece otro perro, un segundo perro que se deja llevar por su olfato entre las nubes amarillas y radioactivas. No podemos ver cómo es este perro porque la nube radioctiva se ha comenzado a adensar y borronear los perros, sus formas y sus movimientos. Pero no vaya hacer locuras, lector. Quédese en la grieta del farallón y espere con paciencia. No olvide que la niebla amarilla es radioactiva, de comportamiento dúctil, impredecible, por lo tanto podría amainar, para dejar los perros a la vista y poder ver cómo es el segundo, que ahora rodea gruñendo el territorio demarcado con el orín llameante del perro rojo.¿Ve cómo se disipa ahora la niebla amarilla y queda a ras de piso, como una alfombra radioactiva cubrindo las ciénagas, arremolinándose lenta entre los girasones gigantes y los arbustos petrificados? Pero, momento, momento, lector, no baje más. A veces la piedra de los farallones se desprende de ellos y puede caer en medio de la niebla amarilla y radioctiva. ¿Que por qué insisto tanto en la niebla amarilla y radioctiva? Bueno, eso me parece evidente; no se trata de una cuestión de estilo o de un narrar obseso. La niebla amarillenta y radioactiva es letal, muy rápida y letal. Así que quedémosnos aquí, a buen resguardo de lo descrito y narrado, lector, y veamos la complexión y el comportamiento del segundo perro.
El segundo perro tiene el dorso delgado, pero firme; la pelambre corta, casi pegada a la piel. Deja una huella de sangre en torno al terreno que ha demarcado el primer perro, el perro rojo. Ahora que se disipa aún más la nube amarilla y radioactiva, se puede distinguir que el segundo perro es una especie de doberman, negro y lustroso, pero con el cuello más largo que la especie de los dobermans y más grande, mucho más grande, casi como de la altura de un potrillo.
¡No tire piedras! Bueno, ya está hecho. La piedra dió en el pantano con tal fuerza que se levantó un charco vizcozo y pardo. Erró el golpe como por un metro. Afortunadamente. El perro negro giró sobre su cuerpo; mostró los dientes, gruñó y comenzó a babear. Mire esos caninos. Desde la altura no se nota, pero tienen el tamaño de su dedo cordial, y son filudos, cortantes, como una balloneta oxidada. ¿Por qué como una balloneta oxidada? Porque los dientes del perro negro están recubierto por una película de moho o metal, azul piedra. Ese olor repulsivo es el aliento del perro, mucosidad y pus. El doberman está herido y no deja de sangrar. Pero usted no debe interceder en los acontecimientos. ¿Es etólogo? ¿No?. Lo sabía. Los etólogos no leen literatura de ficción, por lo menos los que yo he tenido la suerte de conocer. Por eso ha cometido el error de cambiar los acontecimientos que se deben configurar por sí mismos; dejemos la figura de los perros tal como está: el perro negro husmea, hecha su fétido aliento que se mixtura con la niebla amarilla y radioactiva, mientras gira sobre sus patas traseras, y gruñe cada vez con mayor potencia.
Ahora el perro rojo, el primer perro, percibe la presencia del doberman, lo ve, mira directo al cuerpo del animal que camina en círculos en derredor del territorio demarcado por el perro rojo, que aún es un círculo o más bien una elipsis de fuego. El perro negro se queda agachado, al borde del la elipsis de fuego donde permanece el otro perro, el rojo. El perro negro está agachado, listo para el salto, esperando un descuido del perro rojo. Con la pata trasera busca un punto de apoyo para dar el saldo y entrar en la flamígera elipsis que demarca el territorio del perro rojo, que se ha echado, pero con una tensión muscular enorme, que hace que sus músculos y arterias sobresalgan hanchidas de sangre, listo para contratacar.
Los perros, ahora, están ahí, inmóviles, olfateando los instintos del otro, levantando levemente la jeta para mostrar los dientes y gruñir entrecortadamente y babear con profusión. No hacen ningún movimiento más que el necesario de la defensa y el ataque, que es un movimiento de tensión muscular, de inmovilidad tensa, de un acumular fuerzas para saltar primero o esperar adecuadamente feroz al atacante. No se impaciente. Usted no conoce el comportamiento de los perros salvajes, sobre todo de estos perros, así que debemos tener paciencia y esperar. Pueden pasar tanto minutos como horas. Mariposas indesisas libando de los girasoles gigantescos. Pero seamos pacientes y dejemos que los acontecimientos se realicen por sí mismos. No arroje más piedras. Ya dije que era peligroso y, por lo demás, usted es aquí un convidado de piedra, tan dura y compacta como la de los farallones y los músculos de los perros, el rojo y el negro.
Están frente a frente. Unos cinco metros de distancia los separan al uno del otro. Se puede ver que se miran, husmean, huelen al adversario y se tensan aún más. ¿Cuál cree usted que atacará primero. ¿El rojo de las callosidades isquiáticas en el lomo? ¿El doberman, grande como un potrillo, que no deja de acechar el más mínimo movimiento que pudiera hacer el otro perro, el perro rojo? El doberman sangra, pero desde esta distancia no se puede distinguir donde tiene la herida. Ahora se levanta un viento, primero una brisa, después, la brisa comienza a soplar con más fuerza. Pero los dos perros, el rojo y el doberman, no se mueven. Sólo les tiembla el pelaje erizado del lomo y un ininterrumpido gruñido distorcionado por la baba. El doberman, ahora se echa hacia atrás y se da un enorme envión con las patas traseras. Ha saltado el ruedo de fuego. Pero una vez dentro de él, y mientras trata de recobrar el equilibrio después del salto, el perro rojo se le ha arrojado encima, elástico y rampante, como un lebrel, a pesar de su gruesa complexión y entierra sus colmillos en el cuello del doberman y comienza a agitar la gruesa cabeza para destrozar la elástica garganta del doberman. El doberman cae a la ciénaga con el otro perro asido al cuello, apretando cada vez más los caninos y la sangre salpica casi hasta los pies de los farallones. Pero no crea que será fácil para el perro rojo. De un tirón del cuello, el doberman se libera de los colmillos del perro rojo, en cuyo hocico queda un trozo de pelambre negro del doberman, que, al saltar sobre el primer perro, ha girado en noventa grados y ahí permanece, al acecho, tenso los músculos, llagado el cuello, esperando el momento de un nuevo salto.
El viento, ahora, ha arremolinado la niebla amarilla, la niebla radioactiva, que envuelve a ambos perros hasta que se difuminan sus contornos y sólo se puede entrever un nuevo compás de espera, un nuevo impulso en el momento adecuado para el salto. Por lo menos, entre la nube amarillenta y radioctiva, logramos ver sus contornos que comienzan a moverse en forma circular y acompasada, mientras sus belfos babean, y no cesan de gruñir, a medida que van levantando la jeta para dejar los blancos caninos desnudos sobre la encía color púrpura. ¿Qué porqué puedo dar esos detalles sobre los animales, a pesar de estar envueltos en la nube amarilla y radioctiva? La verdad, no lo sé. Puede ser una hipersensibilidad que ataca mis sentidos por efecto de la radiaición; pero no puedo asegurarle nada. Mi cerebro está fatigado como para esos cuestionamientos. Mi cerebro sufre de "fatiga rusa".
Ahora arremeten los dos perros al mismo tiempo, lanzando mordiscos hacia cualquier lugar del cuerpo de su enemigo; pero desde acá no se puede ver bien, sólo que la pelea y el viento ha agitado aún más la nube amarillenta y radioctiva, que comienza a subir por las laderas de los farallones. Tenemos que ascender hasta la cumbre, porque la niebla amarillenta y radioctiva ha comenzado a subir más de lo acostumbrado. Venga, no puede quedarse para ver el final de la riña, los dos perros están cubiertos de sangre, de su propia sangre y la del otro perro. Venga, ya, vamos, ya vio lo que tenía que ver. Los farallones son más pesados en el ascenso que en el descenso. Sí, es obvio. Pero ahora despreocúpese de los perros, no importa cual gane, total el otro morirá igual en pocos días, como los girasoles gigantes, los riachuelos, el mismo fango del paraje. Hasta los colosales farallones y sus mórbidas anfractuosidades azufrosas morirán en pocos días. Y yo y usted, lector.

*Agradecemos a Tomás el que nos haya entregado este texto para ser publicado en Kronstadt. Ahora el hombre está armando un sitio donde leer otros textos, pero mientras se pueden visitar los restos de su anterior blog.

diciembre 21, 2005

Míster White (texto de Pablo Fuentes)


Este es uno de esos días en que uno no se pregunta qué hacer, sino por qué hacerlo. Si me fuerzo a una respuesta no encuentro ninguna: estoy aquí, pagando las culpas de una noche escandalosa, en la lujosa casa familiar de mi amiga Bernarda, mientras sus abuelos, padres, tíos y primos asisten ecuménicamente a la misa de domingo. ¿Razón suficiente? No lo sé. Quizás tenga que añadir que mi amiga Bernarda –la gran culpable de mi estado catastrófico esta mañana– nada de espaldas en la piscina, luciendo sus dorados muslos y caderas, y que yo estoy con erección de tanto mirarla.

–¿Por qué no te metes a la piscina, tontorrón? –me pregunta a la distancia–. Te va a estallar la cabeza si sigues sentado ahí con cara de mona.
–No... más rato... voy a tratar de dormir un poquito.
–¿Dormir un poquito? –me grita burlona–. ¿De verdad tienes sueño?

La verdad, no tengo ni una pizca de sueño. Y la única razón por la que sigo aquí es que no tengo una buena razón para no estarlo. Aunque quizás Bernarda esté en lo cierto: me va estallar la cabeza. Yo y mi cabeza repartidos en mil pedazos por el jardín. Me pregunto si no será mejor hacerle caso, meterme en la piscina, y aprovechar de rozar distraídamente su pubis con mis piernas. Sé que ella lo desea tanto como yo, pero que por honor a nuestra amistad no me daría el privilegio. Mal que mal, ella sigue siendo mi amiga, y yo un ciudadano común y corriente que ha tenido la suerte de convertirse en su confidente. Una cosa son las acciones, otra muy distinta los deseos. ¿Quién fue el que lo dijo? La vida humana bien podría ilustrarse con ese lema. Aunque, la verdad, la vida humana es algo muy distinto a lo que está acostumbrada Bernarda y su gente.

En fiestas como la de anoche, por ejemplo, nadie considera los deseos como algo diverso a las acciones efectivas. Hablo de gente que está acostumbrada a obtener lo que quiere y a ponerle precio a lo que gran parte de la gente cree que no tiene precio. Sé muy bien que anoche, cuando yo y Bernarda nos miramos, quizás por primera vez, con la mutua complacencia de querer acostarnos juntos (yo de Superman, ella de Cleopatra), todo hubiese tomado su curso natural si no hubiese llegado ese extravagante hombre con acento inglés, que se presentó elocuentemente como el Demonio, y cuyo disfraz no consistía más que en un oscuro y elegante traje de seda, un pañuelo azul, y un reloj de oro. Apenas le puso los ojos encima, Bernarda se sintió poseída.

–Lady, would you excuse me? Are you acquainted with the house?
–Indeed– dijo mi amiga, en un perfecto inglés británico.
–Would you show me my way to the toilettes?
–Yes, of course. Upstairs and down the corridor. Please, follow me.

Please follow me. “Please fuck me”, pensé, mientras mi amiga conducía al hombre a su destino. Me quedé parado, algo confundido, con un vaso de whisky en la mano y la “S” en mi pecho ardiendo en llamas. Sin duda que el diablo era un contrincante de dimensiones mayores, y a su refinado gusto no le pasaría desapercibida esta belleza sudamericana, con su perfecto inglés británico y su culta conversación. ¿Qué podría hacer un superhéroe como yo frente a un contrincante como ese? Ella aprovecharía la ocasión para contarle de su proyecto de novela (ambientada en Londres) y sus semestrales visitas a “la isla”. Omitiendo, por supuesto, el financiamiento que su padre, maravillado con la idea de que su primogénita se convierta en escritora, está dispuesto a otorgar para sus viajes y la consecuente publicación del libro, una vez que Bernarda escriba su última línea. Ella dice que avanza bastante. Yo, la verdad, tengo mis dudas, viendo la cantidad de droga que mi amiga mete en sus narices. En todo caso, ya habrá tiempo para escribir. Bernarda siempre termina consiguiendo lo que se propone. Su natural encanto, su cultivada conversación, su risa que parece una flauta traversa, y un ingenio que a veces parece brillarle en los ojos, le abren camino en un mundo que se rige inequívocamente por la belleza y el dinero.

Es lo que anoche me decía, en nombre de su clase, el mismísimo Lorenzo de Medici: “Después de los grandes artistas o los genios, no hay hombres más interesantes que los millonarios. Nadie lo puede negar: hacemos lo que nos gusta, comemos lo que se nos antoja, compramos lo que no se puede comprar”. Los confusos incidentes de anoche no me permiten precisar cómo ni por qué terminé hablando con ese hombre, pero sin duda que sus modos y refinada retórica llamaron mi atención. El hombre llevaba un cuidado disfraz con toga y brazaletes, y parecía algo ofuscado a esa altura de la noche. Me aseguraba no entender ese estúpido afán de los demócratas de hacer de ellos, los magnates, una figura del todo distinta: como si ellos, pese a su dinero, fuesen infelices. “Gran mentira” me dijo, con la mirada fija en mi rostro. “Somos lo más felices que se puede ser en un mundo como este, y por cierto, infinitamente más felices que los demócratas”.

Yo intentaba seguir el hilo de su conversación, pero entre la música y el escándalo alrededor, no era fácil de hacerlo. El hombre estaba aferrado a su vaso de whisky, que era llenado de tanto en tanto por un mozo disfrazado de Apóstol. El Medici tomaba enajenadamente, sin parecer afectado más que en unas fugaces y melancólicas miradas al vacío, que al rato se interrumpían con una intempestiva voz, que parecía salir de ultratumba. Volvía siempre sobre la misma idea, y no sé por qué se empeñaba en hablar conmigo. Quizás, bajo mi capa y mi disfraz, pudo adivinar mi condición de demócrata, y quería hacerme saber lo que realmente se pensaba de la vida desde su condición de Mecenas. “Si lo piensa bien, superboy, a todo a lo que aspiran gran parte de los demócratas es lo que nosotros tenemos día a día: grandes casas con bellos jardines, excelente comida, lujosos automóviles, entretenidos viajes, y sobre todo, bellas mujeres que nos hacen la vida más placentera. De nada nos sirven esos vanos discursos acerca de un reino impalpable más allá del reino material de este mundo. Lo único capaz de hacernos trascender es el placer y la belleza, y eso no lo vamos a lograr sin un buen fajo de billetes en el bolsillo. Por eso admiramos y cuidamos tanto de los artistas y los hombres de genio, preocupándonos de preservar sus obras con museos, colecciones, bibliotecas, y donaciones que son muchas veces anónimas”.

Sus palabras me hacían presumir que de verdad se trataba de un hombre ligado al negocio del arte, lo que lo habría animado a disfrazarse de Lorenzo de Medici, como él mismo se había presentado. Estuve un buen rato escuchando sus palabras, hasta que finalmente comprendí que el hombre desvariaba bastante, y que sus monólogos comenzaban a serpentear en forma incoherente. Yo hacía rato que había perdido de vista a Bernarda, que vestida de Cleopatra, había tenido la mala idea de hacerse acompañar durante toda la fiesta por ese demonio. Algo ofuscado, me animé a interrumpir al Medici con una pregunta que pondría fin a su monólogo.

–Perdón, ¿conoce usted al diablo? Ese que andaba con mi amiga, Cleopatra.
–¿El diablo? Usted se refiere a Mister White. Tiene que andar por ahí, haciéndole un regalito a su amiga –me dijo, haciendo un gesto con sus dedos cerca de las narices.
–Pero, ¿quién es? ¿Es inglés?
–Pero, amigo... ¿qué otra nacionalidad puede tener el diablo? –me respondió, lanzando una carcajada que me pareció fingida.

Continué tomando de mi whisky sin querer hablar más con el Medici. Él pareció comprender que ya no me animaban sus bromas y que estaba más interesado en las andanzas del diablo con Bernarda que en su estúpido monólogo. Cuando estaba por abandonarlo, el hombre me tomó del brazo, y me dijo:

–No se preocupe. Es un traficante internacional, que nos abastece desde hace años. Es de nuestra absoluta confianza. ¿Desea probar?

Lo quedé mirando mientras sacaba de su bolsillo un pequeño cilindro plateado y un espejo biselado que apenas cubría la palma de su mano. Puso algo de droga en la superficie y luego me la acercó a las narices.

–Vamos... no se asuste. No es criptonita.

Aspiré dos, tres veces. Comencé a sentir los efectos muy pronto, y creo que seguimos tomando whisky por más de una hora. Él parecía disfrutar de mi complicidad, pero al rato yo había empezado a sentir nuevamente el hastío de su presencia. Él pretendía seguir con su discurso de patrono del arte y hombre al servicio del humanismo, algo que me había animado en un comienzo, pero que a esa altura de la noche me parecía completamente absurdo. En un arrebato de hastío, lo interrumpí, y le pregunté cómo era posible que un patrono del arte haya terminado espolvoreándose la nariz con un superhéroe que, a fin de cuentas, defiende y protege el bienestar de los demócratas. Él mostró su sonrisa más irónica, como si hubiese estado esperando la pregunta hacía rato.

–Váyase al carajo– me dijo.

Emprendí vuelo en busca de Bernarda. Atravesé dos salas enormes y un patio interior, registrando en cada uno de esos rostros el enajenado gesto de los excesos. Ahí estaban todos: Budha, Napoleón, Sandokán, el Tío Sam y la Mujer Maravilla... Todos los héroes de este mundo bajo los tristes efectos, todos con el mismo e impersonal rostro de la decadencia. En un momento, sentí una mano posarse suavemente en mi brazo. Me di vuelta y pude ver a una espigada mujer tras una mascarilla negra, mirándome con los ojos muy abiertos. “Miaaauuuuu....”, me dijo. Era Isabel, una de las pocas amigas de Bernarda que yo conocía. Iba vestida de Gatuela.

–Hola Superman... –me dijo con voz sensual– ¿Qué andas buscando?
–Nada... Solo quería saber dónde está Bernarda.
–¿Tu Cleopatra? La vi hace como una hora subiendo las escaleras. Miaaauuuuu...
–¿Iba sola?
–N-o-o-o-o-o –dijo entre gemidos– Pero, oye... ¿Por qué no me sacas a volar con tu supercapa? Vamos a bailar...
–No, Isabel. Estoy un poco cansado. Además necesito saber dónde está tu amiga.
–Miaaauuuuu... –gimió, lamentándose–. ¿Mi amiga?... ¿el sueño de tu vida, dirás?

La miré sin sonreír, haciéndole saber que su tonito no me causaba gracia. Ella ladeó levemente el rostro, como poniendo a prueba sus propias palabras, y haciendo gestos felinos desagradablemente sobreactuados.

–¿Y por qué no te disfrazaste de Marco Aurelio, ah?
–Vamos, Isa. No hinches. A todo esto... ¿dónde está el Capitán Garfio? –le pregunté, haciendo alusión a su novio.
–Ah, ese... ¿qué sé yo? –dijo, estirando el cuello y haciendo un gesto irreconocible con la mandíbula.
–Pues yo lo vi bastante animado con una Cheerleader hace un rato.
–Bueno, ¿y qué? ¿Acaso Bernarda no andaba con Mister Devil metiéndose al baño?
–La diferencia, Isabelita, es que Bernarda no es mi novia.
–Y nunca lo será... desgraciadamente para tí... Superman... –me dijo, pasándome su felino dedo por el pecho y clavándomelo a la altura del corazón.

Le tomé la mano con violencia y le sonreí con antipatía. Ella me devolvió la sonrisa con algo de temor, comprendiendo que esa conversación no nos llevaría a nada bueno. Luego de examinar a su alrededor, dio otro de sus gemidos y volvió sus ojos hacia mí. “Está bien... sígueme”, me dijo finalmente, “creo que sé donde está”.

La seguí por un pasillo y luego hacia el final de la escalera. Subimos peldaño a peldaño, aun tomados de la mano. Finalmente llegamos a una puerta, que debía ser la de una habitación pequeña o una sala de estar.

–Aquí fue donde los vi entrar. Pasaré a ver si están allí adentro todavía –me dijo al oído y abriendo cautelosamente la puerta.

Del lugar salió primero una mujer vaquera y luego una enajenada cenicienta. Al rato volvió Isabel, abriendo levemente la puerta, sin salir de la habitación, y mirándome con sus atigrados ojos. Sin decir nada, me hizo un gesto con los dedos para que me acercara. Puse mi cabeza muy cerca de la puerta, para escuchar lo que iba a decirme. Fue entonces cuando puso su mano en mi entrepierna, acariciándome suavemente, y musitando a mi oído:

–No hay nadie aquí adentro, Superman. ¿Por qué no entras conmigo?

Le miré fríamente, y sin decirle nada me di vuelta. Bajé las escaleras con los ojos perdidos en un vago sentimiento. A medio camino, aún desde la altura, creí distinguir la figura del diablo salir al balcón. Al llegar al salón central, me di respiro para abrirme paso entre la multitud. Uno a uno tuve que enfrentar nuevamente los enajenados rostros de esos personajes. Cuando finalmente logré salir al balcón y tomar un poco de aire, pude distinguir en la lejanía la voz de amiga en una de las salas laterales. Cuando di con ella, mi único alivio fue que el diablo ya no la rondara, aunque por lo visto este la había auspiciado con una generosa dosis, que mi amiga repartía sin disimulo sobre un cristal. Junto a ella estaban Batman y Robin, un par de músicos electrónicos que se refregaban las narices hablando de arte y literatura, como si hubiesen estado comentando una pelea de box.

–¿Pero tú realmente crees que Arthur Miller es mejor escritor por haberse acostado con la Marilyn Monroe? –le preguntaba Robin a mi amiga.
–¿Y tú que crees, corazón? –le respondía Bernarda con una sexy sonrisa.

Me uní al ritual como si fuera parte de una película muda. Tomé otro trago y acepté todas las ofrendas que me hacían. No sé cuánto habré consumido. Solo tengo la sensación de que ya de madrugada, sentí posarse sobre mí la pesada mano de la decadencia. Cuando el sol de la mañana comenzó a entrar por los ventanales, Bernarda atinó a concluir su enajenada charla con Batman y Robin, que a esa altura manifestaban abiertamente su intención de llevarse a mi amiga a su supercueva y continuar una fiesta privada. Cuando Bernarda finalmente se desprendió de ellos, me tomó de la mano y caminó conmigo hacia la puerta. Algo confuso, avancé por el umbral y sentí el aire fresco de la mañana abofetearme el rostro.

Subimos al auto. El plan era llegar a la casa de sus abuelos, tomar desayuno como si nada, y pasar el resto del día en la piscina. Bernarda puso el auto en marcha, mientras yo prendía la radio y ponía algo de música, aún sin una pizca de sueño. Las calles tenían un resplandor celeste, como si un papel celofán las recubriera de inocencia. Recuerdo haberme sentido muy lejos, como si todo lo que registraba a esas horas de la mañana fuese una magra fantasía, en un país de fantasía, con gente de fantasía. Apenas llegamos a la esquina, Bernarda me pidió que sacara de su bolsillo la bolsa y preparara dos puntas más. Aproveché un semáforo en rojo para maniobrar. Estábamos en eso, cuando lo vimos. A pocas cuadras de andar, y a plena luz del día, el diablo caminaba por las veredas del barrio alto de Santiago. Era azulino y espigado, con un andar elegante y seguro, y de sus ojos alargados emanaba el más lúcido destello. Parecía sonreír y no llevaba prisa alguna. Ninguno de los dos preguntó qué podía estar haciendo a esas horas de la madrugada, caminando por las veredas, pero ese parecía ser su oficio: ir por las calles del alba, sonriendo a los tardíos noctámbulos. Pese a que pasamos muy cerca, no nos vio. Bernarda se sintió aliviada, pues no quería ser vista.

–¿No lo vas a llevar? –le pregunté, refregándome las narices.
–¿Estás loco? A ese hombre lo buscan por todas partes del mundo –me dijo, mientras la oscura y espigada figura del hombre se hacía cada vez más pequeña en el espejo retrovisor.

Fue la última vez que lo vimos en Chile.

Más tetxo de Pablo Fuentes en http://www.missesmisters.blogspot.com

diciembre 20, 2005

Ante la ley (texto de Franz Kafka)*


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

*Gentileza de Ciudad Seva

Míster Pollo (texto de Pablo Fuentes)


Apenas irrumpió esa voz, como salida de un closet (“yo, Centeno”), a mi cabeza vino la imagen del guatón, dando descoordinados botes a una pelota de basketball, aquel año del colegio en que nos tocó ser compañeros en deportes. No es que esa haya sido una ocasión especial, ni mucho menos el comienzo de una amistad. Hasta donde yo tenía memoria, el guatón nunca había sido mi amigo. Pero era esa imagen de su cuerpo sudoroso, corriendo dificultosamente tras una pelota tan rosada como su piel, el único recuerdo que se manifestó cuando después de diez años el guatón hizo su reaparición al otro lado del teléfono.

–No te lo esperabas, ¿eh?
–No... guatón... no me lo esperaba. ¿Qué tal? ¿Cómo andan las cosas?

Inmediatamente me pregunté si lo de “guatón” había sido demasiado informal y lo de “¿cómo andan las cosas?” demasiado paquete. En realidad, yo había perdido registro de si alguna vez tuve la confianza para llamar a Centeno por alguno de sus apodos. Tampoco tenía claro si alguna vez nos habíamos dado la confianza para siquiera llamarnos por teléfono. La verdad, mientras esperaba que acabáramos con el protocolo del “tantas lunas” y el “no me quejo”, para mí era un enigma qué diablos podía pretender el guatón con un llamado como ese. La asociación de razones fue confusa: desde los diez años de la salida del colegio, a algún encuentro fortuito que yo vagamente recordaba, a mis programa en la radio, a mis columnas en la revista, a dos estudiantes de periodismo amigas suyas, a una eventual ida a la piscina los cuatro.

–El sábado en la tarde en la piscina del Club M. Soy socio. Este par de minitas que te digo son muy buena onda.

“Minitas” no era la palabra que yo hubiese esperado de él. Por lo menos en su época escolar, al guatón jamás se le vio mina alguna. Ni siquiera un intento fallido. Y es que las minas, según la lógica escolar, eran un ítem prohibido para alguien como el guatón. Solo cuando le conté a Max, supe por su risa lo absurdo de la situación:

–¿El guatón Centeno? ¿Con unas minas? ¿A la piscina? Que frick.
–En todo caso, quedé por confirmar. ¿Qué hago? ¿Filo?
–Pero, a ver... ¿tú erai amigo del guatón?
–No. No que yo recuerde –le respondí algo confundido.
–Puta, no sé qué decirte. De repente en una de esas el guatón se las trae y aparece con un par de minas ricas en bikini y terminan compadres con el hueón.
–Max, no me hueí. ¿Tu creí que el guatón saque alguna mina rica?
–Pero ¿cómo sabí? Por último, si las minas son más o menos no más, te fumai un porro y le mirai las tetas al guatón –sentenció con una carcajada–. Las tenía bien ricas.

Fue entonces que recordé lo de sus tetas, y todas las burlas de las que el guatón fue víctima cuando pendejo. Y todo por una cuestión de mercado: la familia del guatón, por el lado de su vieja, era dueña de la empresa Super-P, que en ese entonces tenía el monopolio de la industria del pollo en Chile. Millones y millones de pollos en las millones y millones de bocas de chilenos, proporcionados por la familia del guatón. De esas familias con poco seso, harta plata (y harto pollo). Pero claro, el guatón, que llevaba unas nutridas colaciones al colegio, había pagado caro las consecuencias: aparte de una constitución física atrofiada, durante su adolescencia se manifestaron gradualmente unas mamas hormonales que fueron motivo de risa en los camarines. “Mucho pollo, guatón” le decíamos, peñiscándole las pechugas con toda fuerza. Para peor suerte, fue el año de su peak hormonal cuando apareció el comercial de televisión de Mister Pollo. El personaje (de los más patéticos que se han visto en televisión) aparecía promocionando los productos Super-P, bajo un abundante atuendo de plumas y nutridas carnes. La conexión no fue difícil de hacer: el patético personaje tenía un parecido con el guatón Centeno, que por un buen tiempo (casi dos años diría yo) pasó a apodarse Mister Pollo.

No recuerdo si fue mi perversa curiosidad o un fatal calor de fin de año lo que finalmente me obligó a aceptar la invitación. Mal que mal, el guatón iba a llegar con dos minas, y ya era época de irse preparando para el verano. Quedamos de acuerdo en que él las pasaría a buscar y luego se dejaría caer por la radio para irnos todos juntos al Club.

La primera señal de que todo iría mal fue cuando vi aparecer al guatón solo, sin el par de minas. Su cara de pájaro arrepentido lo decía todo.

-¿Y las minas, guatón?
-Puta... tiraron pa’ la cola a último minuto.
-Pero ¿y cómo? ¿No estaban listas?
-Si... puta... vo’ cachai como son las minas.

Vo’ cachai como son las minas. Probablemente una de las tantas muletillas que el guatón tenía a mano para justificar sus fracasos en el terreno amoroso. Sin las minas, la cosa se ponía fome. Ahí estábamos los dos, frente a frente, después de diez años sin vernos. La escena era nítida, lo que no me quedaba claro, era el sentido del libreto. ¿Tenía yo que irme para la casa con un simple “pa’ la otra”, o tenía que partir con el guatón a la piscina del Club? Mis preferencias estaban más inclinadas por la primera opción, pero al ver su cara de culpa, y la estoica impronta de su rostro para salvar una tarde sin sentido, dejé que fuese él el que sugiriera una alternativa.

-¿Y cuál es el plan B, guatón?
-Vamos igual po’ compadre –me dijo algo aliviado por mi pregunta- El Club está lleno de minas ricas.

Así que ese era el Plan B. Hacer un día de piscina con el Guatón Centeno. Solos, sin minas. Misteriosos son los caminos del señor, pensé, mientras enrolaba un cigarrillo con algo de malicia para relajar la vena.
El guatón hablaba mucho pero decía poco. En su tono había algo que hacía evidente su esfuerzo por mantener alguna circunstancial conversación, sin nunca entrar a terreno muy sustancial. Era como si tuviese sumo cuidado en parecer descuidado. Pensé que eso era síntoma de que algo se traía entre manos, pero que lo tenía reservado para más tarde. Cuando llegamos al Club, no tardé en darme cuenta cuáles eran sus intenciones. Apenas nos instalamos con las toallas y el guatón se sacó la polera, pude darme cuenta de lo que nos congregaba: el guatón ya no era guatón, sino un híbrido raro de ex-guatón y hueón musculoso. Había logrado reducir casi todos los excesos que por años poblaron su cuerpo. La verdad, en su estado actual, nadie que no conociera su pasado podría deducir (al menos no inmediatamente), que toda su vida había sido una bola llena de grasa. Y es que el guatón se había esmerado, con relativo éxito, en borrar cualquier indicio de su pasado. Empezando por la grasa, y de una manera algo más subliminal, las hormonas.

No fue mucho después de que comencé a aburrirme cuando recibí el primer mensaje de texto de Max: ¿y qué tal las minas? Mi respuesta, maniobrada disimuladamente, fue elocuente: 0 minas.
-Guatón... ¿te acordai de Max?
-Sí... perfecto, ¿qué es de él?
-Ahí está el hueón... te manda saludos...
-¿Se ven todavía?
-Sí claro... bien seguido.
-¿Y a quién más ven seguido?

Le di un par de nombres sin mucho entusiasmo, y ante su insistencia, una idea vaga de lo que algunos de nuestros viejos compañeros hacían con sus vidas. A mí, la verdad, esas conversaciones del “qué es de tal o cual”, por alguna razón que no lograba descifrar del todo, me resultaban odiosas. El guatón, en cambio, mostraba el mayor interés en saber de la gente. Era como si en mis breves palabras constatara anonadadamente el paso del tiempo. Cuando me dijo, con algo de temor, que hacía años que no veía a nadie, comprendí que el guatón era miembro de ese club de personas incapaces de hacer amistades sustanciales en la vida. Esos seres que pasan por el colegio sin crear ningún lazo, no por ser genios o incomprendidos (el guatón era, más bien, una mente predecible), sino por una fatal intrascendencia, por un apego a los principios de la utilidad, esos mismos que le habían servido para hacer carrera de gerente, y que lo habían instalado cuasimeritocráticamente en la empresa de su familia. Pensándolo bien, yo mismo, después de diez años de mutuo anonimato, era parte de su lógica utilitaria: el guatón me invitaba a un día de piscina para hacerme saber que él ya no era el miserable de entonces, y para que yo se lo hiciese saber a cada uno de los que “veía seguido”.

Ahora que lo pienso, fue esa imagen del guatón, tomando sol con su nueva piel, lo que me hizo reparar en lo repugnante que se había tornado para mí la vida de una buena parte de mis viejos amigos. Esta procesión idiota que era, desde una cierta edad, vivir de las apariencias. Toda una generación embobada con obtener reconocimiento, admiración, falsos aduladores. Esa manía de andar aparentando que se tenía poco tiempo, o más aún, de arreglársela para no tener tiempo alguno. Yo, que me pasaba la vida sin mayores apuros, escribiendo en la revista y preparando mi programa en la radio, no tenía claro hasta qué punto era parte de lo mismo. Pero lo que sí tenía claro era que tenía que soportar un largo listado de idiotas que me llamaban por si acaso podían aparecer en algunas de mis anécdotas o entrevistas. Que pasé ocho meses en Barcelona, que pongo música en un Club, que ya no soy el idiota que siempre he sido, que ya no soy el idiota que siempre seré. Que ya no tengo tetas.

Después de refrescar la cabeza con un chapuzón, me instalé el resto de la tarde mirando a una rubia que nos tocó al frente. Según me informó el guatón, era la esposa de un gerente de “la Volvo”. El guatón tenía esa patética manía de hablar de “la Volvo”, “la Mercedes”, “la IBM”. Curioso que nunca se haya referido a “la Super-P”, sino simplemente a “la empresa”. De hecho, cuando me dijo que era el gerente, noté en su tono un cierto apremio, como si no quisiera entrar en detalles de su vínculo con los pollos. Lo único que yo debía saber era que él se había convertido en un super-gerente, y que por lo tanto, ganaba un super-sueldo. Yo, que nuca tuve interés ni por las gerencias, ni mucho menos por los pollos, me refugié tras las gafas oscuras y observé las doradas caderas de la rubia. Fue al rato cuando recibí el segundo mensaje de texto de Max: ¿y cómo están las tetitas del guatón?

Se me fue la tarde mirando a la rubia. Para calmar la erección, tuve que irme a chapucear un par de veces, una de ellas acompañado del guatón. Comenzamos a bracear de un lado a otro. El guatón estaba en buen estado físico, aunque pude darme cuenta de que aún habían indicios de obesidad. Cierto: las cantidades de pollo habían sido reducidas al mínimo, transformando su cuerpo al punto de una persona casi normal. Pero se podía intuir, aquí y allá, el grito ahogado de la grasa negada, de la hormona reprimida.

-¿Hai estado haciendo dieta, guatón?
-Sí...
-Te sacaste unos buenos kilitos, ¿eh?
-Sí...
-¿Qué onda? ¿Gimnasio?
-Sí. Gimnasio.
-Bien hueón ¿ah?... ¿Y cuánto estai pesando?
-No sé. No me peso en años. ¿Nadamos?

Entonces comprendí su angustia: el guatón quería hacer patente algo que tenía que ocultar. El guatón tenía que afirmar justamente lo que tenía que negar. Como esos nadadores que pasan a segundo lugar por el mero hecho de darse cuenta que van primeros.

Al volver, la rubia ya se había ido. Yo me comí un helado, mientras el guatón se echaba crema y se ponía al sol. Nos pasamos un rato conversando antes de partir. De alguna manera, ambos sabíamos que no nos veríamos en otros diez años. No habría sentimentalismos, sino una breve ceremonia de despedida en la que yo le haría saber que el mensaje había sido captado. Y es que el guatón había cumplido con su misión espartanamente. Y sin saberlo, su logro ya daba los primeros frutos, como el último mensaje de texto que le mandé a Max: el guatón ya no tiene tetas. Cuando nos dirigíamos al auto, con el sereno cansancio de un día de piscina, me llegó su mensaje de vuelta: dile que se raje con unos pollos entonces.

La verdad, fuera de toda broma, no era una mala idea. El hambre después de un día de piscina es siempre brutal, y unos pollos asados podría ser el panorama más distendido para apalearla y reírnos de nosotros mismos. Además, había que rematar la tarde con lo que mejor retrataba a mi anfitrión: comer pollos. Mal que mal, el guatón se había pasado toda la tarde tratando de convencerme de que ya no era la persona que siempre había sido, y un pequeño tributo a su pasado equilibraría las cosas. Fue en el primer semáforo, después de un intruso silencio, cuando le dije:

-Qué hambre. ¿Vamos por unos pollitos, guatón?

Fue entonces cuando pude descifrar en su rostro todo el miedo que escondía tras su cuerpo. Era el rostro de quien debe negar su propia voz. Sobre todo, bajo su pelo y tras sus gruesas gafas de gerente, pude ver el mismo niño obeso dando descoordinados botes a una pelota de basketball. Pero esta vez había algo distinto: el niño tenía un rostro de pollo. Uno de los millones de pollos que advirtiendo el destino fatal de los que le anteceden en la fila, toman conciencia de que la hora de su fin ha llegado, sin jamás haber tenido la oportunidad de ser quien realmente se quería llegar a ser.

-Dejémoslo pa’ otro día –me dijo-. Tengo que llamar a una minita más rato.
-Juegue, guatón. Lo dejamos pa’ otro día.


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Recuerdo (texto de S.Montecinos)

Recuerdo que aquel día fui despertado por un terrible sueño. Sin imágenes, formas o colores, sólo una terrible sensación de encierro que oprimía todo mi cuerpo, y también más allá de él si es que creemos, con el viejo Platón, en la existencia de un éter que constituye nuestra esencia… Una vez despierto miré el reloj buscando un medio para anclarme al mundo, me sentía bastante extraño dentro de la colcha, dentro de todo, en realidad. Eran las cuatro de la mañana y sólo sabía que desperté debido a un sueño absurdo: atado, sin posibilidades de movimiento, sentir el cuerpo muerto pero intacto ese continuum reflexionante que llamamos pensar; nuestra materia orgánica sin vida, pero seguir ahí como si nada, concibiendo esa angustia segundo por segundo. Como una explosión que no explota, si es que es posible imaginar algo semejante.
Terrible es la sensación de aislamiento que puedes llegar a sentir en instantes como ese. Piensas que deberías hacer algo, pero tu interés se encuentra desintegrado en medio de tantos sobresaltos y decepciones; hablar con alguien quizás, pero nadie aparece, salvo sombras que alguna vez fueron, pero que nada son ahora, sólo sombras; caminar —¡puede ser!— pero te encuentras cansado de antemano, tan cansado que ni siquiera puedes asumir la juventud que gobierna tu realidad. Me eché a morir, siguiendo el dictamen de la fatalidad. Cinco, seis, siete y ocho, el sueño volvió a invadir y me entregué, gustoso, a olvidar lo sucedido.