diciembre 21, 2005

Míster White (texto de Pablo Fuentes)


Este es uno de esos días en que uno no se pregunta qué hacer, sino por qué hacerlo. Si me fuerzo a una respuesta no encuentro ninguna: estoy aquí, pagando las culpas de una noche escandalosa, en la lujosa casa familiar de mi amiga Bernarda, mientras sus abuelos, padres, tíos y primos asisten ecuménicamente a la misa de domingo. ¿Razón suficiente? No lo sé. Quizás tenga que añadir que mi amiga Bernarda –la gran culpable de mi estado catastrófico esta mañana– nada de espaldas en la piscina, luciendo sus dorados muslos y caderas, y que yo estoy con erección de tanto mirarla.

–¿Por qué no te metes a la piscina, tontorrón? –me pregunta a la distancia–. Te va a estallar la cabeza si sigues sentado ahí con cara de mona.
–No... más rato... voy a tratar de dormir un poquito.
–¿Dormir un poquito? –me grita burlona–. ¿De verdad tienes sueño?

La verdad, no tengo ni una pizca de sueño. Y la única razón por la que sigo aquí es que no tengo una buena razón para no estarlo. Aunque quizás Bernarda esté en lo cierto: me va estallar la cabeza. Yo y mi cabeza repartidos en mil pedazos por el jardín. Me pregunto si no será mejor hacerle caso, meterme en la piscina, y aprovechar de rozar distraídamente su pubis con mis piernas. Sé que ella lo desea tanto como yo, pero que por honor a nuestra amistad no me daría el privilegio. Mal que mal, ella sigue siendo mi amiga, y yo un ciudadano común y corriente que ha tenido la suerte de convertirse en su confidente. Una cosa son las acciones, otra muy distinta los deseos. ¿Quién fue el que lo dijo? La vida humana bien podría ilustrarse con ese lema. Aunque, la verdad, la vida humana es algo muy distinto a lo que está acostumbrada Bernarda y su gente.

En fiestas como la de anoche, por ejemplo, nadie considera los deseos como algo diverso a las acciones efectivas. Hablo de gente que está acostumbrada a obtener lo que quiere y a ponerle precio a lo que gran parte de la gente cree que no tiene precio. Sé muy bien que anoche, cuando yo y Bernarda nos miramos, quizás por primera vez, con la mutua complacencia de querer acostarnos juntos (yo de Superman, ella de Cleopatra), todo hubiese tomado su curso natural si no hubiese llegado ese extravagante hombre con acento inglés, que se presentó elocuentemente como el Demonio, y cuyo disfraz no consistía más que en un oscuro y elegante traje de seda, un pañuelo azul, y un reloj de oro. Apenas le puso los ojos encima, Bernarda se sintió poseída.

–Lady, would you excuse me? Are you acquainted with the house?
–Indeed– dijo mi amiga, en un perfecto inglés británico.
–Would you show me my way to the toilettes?
–Yes, of course. Upstairs and down the corridor. Please, follow me.

Please follow me. “Please fuck me”, pensé, mientras mi amiga conducía al hombre a su destino. Me quedé parado, algo confundido, con un vaso de whisky en la mano y la “S” en mi pecho ardiendo en llamas. Sin duda que el diablo era un contrincante de dimensiones mayores, y a su refinado gusto no le pasaría desapercibida esta belleza sudamericana, con su perfecto inglés británico y su culta conversación. ¿Qué podría hacer un superhéroe como yo frente a un contrincante como ese? Ella aprovecharía la ocasión para contarle de su proyecto de novela (ambientada en Londres) y sus semestrales visitas a “la isla”. Omitiendo, por supuesto, el financiamiento que su padre, maravillado con la idea de que su primogénita se convierta en escritora, está dispuesto a otorgar para sus viajes y la consecuente publicación del libro, una vez que Bernarda escriba su última línea. Ella dice que avanza bastante. Yo, la verdad, tengo mis dudas, viendo la cantidad de droga que mi amiga mete en sus narices. En todo caso, ya habrá tiempo para escribir. Bernarda siempre termina consiguiendo lo que se propone. Su natural encanto, su cultivada conversación, su risa que parece una flauta traversa, y un ingenio que a veces parece brillarle en los ojos, le abren camino en un mundo que se rige inequívocamente por la belleza y el dinero.

Es lo que anoche me decía, en nombre de su clase, el mismísimo Lorenzo de Medici: “Después de los grandes artistas o los genios, no hay hombres más interesantes que los millonarios. Nadie lo puede negar: hacemos lo que nos gusta, comemos lo que se nos antoja, compramos lo que no se puede comprar”. Los confusos incidentes de anoche no me permiten precisar cómo ni por qué terminé hablando con ese hombre, pero sin duda que sus modos y refinada retórica llamaron mi atención. El hombre llevaba un cuidado disfraz con toga y brazaletes, y parecía algo ofuscado a esa altura de la noche. Me aseguraba no entender ese estúpido afán de los demócratas de hacer de ellos, los magnates, una figura del todo distinta: como si ellos, pese a su dinero, fuesen infelices. “Gran mentira” me dijo, con la mirada fija en mi rostro. “Somos lo más felices que se puede ser en un mundo como este, y por cierto, infinitamente más felices que los demócratas”.

Yo intentaba seguir el hilo de su conversación, pero entre la música y el escándalo alrededor, no era fácil de hacerlo. El hombre estaba aferrado a su vaso de whisky, que era llenado de tanto en tanto por un mozo disfrazado de Apóstol. El Medici tomaba enajenadamente, sin parecer afectado más que en unas fugaces y melancólicas miradas al vacío, que al rato se interrumpían con una intempestiva voz, que parecía salir de ultratumba. Volvía siempre sobre la misma idea, y no sé por qué se empeñaba en hablar conmigo. Quizás, bajo mi capa y mi disfraz, pudo adivinar mi condición de demócrata, y quería hacerme saber lo que realmente se pensaba de la vida desde su condición de Mecenas. “Si lo piensa bien, superboy, a todo a lo que aspiran gran parte de los demócratas es lo que nosotros tenemos día a día: grandes casas con bellos jardines, excelente comida, lujosos automóviles, entretenidos viajes, y sobre todo, bellas mujeres que nos hacen la vida más placentera. De nada nos sirven esos vanos discursos acerca de un reino impalpable más allá del reino material de este mundo. Lo único capaz de hacernos trascender es el placer y la belleza, y eso no lo vamos a lograr sin un buen fajo de billetes en el bolsillo. Por eso admiramos y cuidamos tanto de los artistas y los hombres de genio, preocupándonos de preservar sus obras con museos, colecciones, bibliotecas, y donaciones que son muchas veces anónimas”.

Sus palabras me hacían presumir que de verdad se trataba de un hombre ligado al negocio del arte, lo que lo habría animado a disfrazarse de Lorenzo de Medici, como él mismo se había presentado. Estuve un buen rato escuchando sus palabras, hasta que finalmente comprendí que el hombre desvariaba bastante, y que sus monólogos comenzaban a serpentear en forma incoherente. Yo hacía rato que había perdido de vista a Bernarda, que vestida de Cleopatra, había tenido la mala idea de hacerse acompañar durante toda la fiesta por ese demonio. Algo ofuscado, me animé a interrumpir al Medici con una pregunta que pondría fin a su monólogo.

–Perdón, ¿conoce usted al diablo? Ese que andaba con mi amiga, Cleopatra.
–¿El diablo? Usted se refiere a Mister White. Tiene que andar por ahí, haciéndole un regalito a su amiga –me dijo, haciendo un gesto con sus dedos cerca de las narices.
–Pero, ¿quién es? ¿Es inglés?
–Pero, amigo... ¿qué otra nacionalidad puede tener el diablo? –me respondió, lanzando una carcajada que me pareció fingida.

Continué tomando de mi whisky sin querer hablar más con el Medici. Él pareció comprender que ya no me animaban sus bromas y que estaba más interesado en las andanzas del diablo con Bernarda que en su estúpido monólogo. Cuando estaba por abandonarlo, el hombre me tomó del brazo, y me dijo:

–No se preocupe. Es un traficante internacional, que nos abastece desde hace años. Es de nuestra absoluta confianza. ¿Desea probar?

Lo quedé mirando mientras sacaba de su bolsillo un pequeño cilindro plateado y un espejo biselado que apenas cubría la palma de su mano. Puso algo de droga en la superficie y luego me la acercó a las narices.

–Vamos... no se asuste. No es criptonita.

Aspiré dos, tres veces. Comencé a sentir los efectos muy pronto, y creo que seguimos tomando whisky por más de una hora. Él parecía disfrutar de mi complicidad, pero al rato yo había empezado a sentir nuevamente el hastío de su presencia. Él pretendía seguir con su discurso de patrono del arte y hombre al servicio del humanismo, algo que me había animado en un comienzo, pero que a esa altura de la noche me parecía completamente absurdo. En un arrebato de hastío, lo interrumpí, y le pregunté cómo era posible que un patrono del arte haya terminado espolvoreándose la nariz con un superhéroe que, a fin de cuentas, defiende y protege el bienestar de los demócratas. Él mostró su sonrisa más irónica, como si hubiese estado esperando la pregunta hacía rato.

–Váyase al carajo– me dijo.

Emprendí vuelo en busca de Bernarda. Atravesé dos salas enormes y un patio interior, registrando en cada uno de esos rostros el enajenado gesto de los excesos. Ahí estaban todos: Budha, Napoleón, Sandokán, el Tío Sam y la Mujer Maravilla... Todos los héroes de este mundo bajo los tristes efectos, todos con el mismo e impersonal rostro de la decadencia. En un momento, sentí una mano posarse suavemente en mi brazo. Me di vuelta y pude ver a una espigada mujer tras una mascarilla negra, mirándome con los ojos muy abiertos. “Miaaauuuuu....”, me dijo. Era Isabel, una de las pocas amigas de Bernarda que yo conocía. Iba vestida de Gatuela.

–Hola Superman... –me dijo con voz sensual– ¿Qué andas buscando?
–Nada... Solo quería saber dónde está Bernarda.
–¿Tu Cleopatra? La vi hace como una hora subiendo las escaleras. Miaaauuuuu...
–¿Iba sola?
–N-o-o-o-o-o –dijo entre gemidos– Pero, oye... ¿Por qué no me sacas a volar con tu supercapa? Vamos a bailar...
–No, Isabel. Estoy un poco cansado. Además necesito saber dónde está tu amiga.
–Miaaauuuuu... –gimió, lamentándose–. ¿Mi amiga?... ¿el sueño de tu vida, dirás?

La miré sin sonreír, haciéndole saber que su tonito no me causaba gracia. Ella ladeó levemente el rostro, como poniendo a prueba sus propias palabras, y haciendo gestos felinos desagradablemente sobreactuados.

–¿Y por qué no te disfrazaste de Marco Aurelio, ah?
–Vamos, Isa. No hinches. A todo esto... ¿dónde está el Capitán Garfio? –le pregunté, haciendo alusión a su novio.
–Ah, ese... ¿qué sé yo? –dijo, estirando el cuello y haciendo un gesto irreconocible con la mandíbula.
–Pues yo lo vi bastante animado con una Cheerleader hace un rato.
–Bueno, ¿y qué? ¿Acaso Bernarda no andaba con Mister Devil metiéndose al baño?
–La diferencia, Isabelita, es que Bernarda no es mi novia.
–Y nunca lo será... desgraciadamente para tí... Superman... –me dijo, pasándome su felino dedo por el pecho y clavándomelo a la altura del corazón.

Le tomé la mano con violencia y le sonreí con antipatía. Ella me devolvió la sonrisa con algo de temor, comprendiendo que esa conversación no nos llevaría a nada bueno. Luego de examinar a su alrededor, dio otro de sus gemidos y volvió sus ojos hacia mí. “Está bien... sígueme”, me dijo finalmente, “creo que sé donde está”.

La seguí por un pasillo y luego hacia el final de la escalera. Subimos peldaño a peldaño, aun tomados de la mano. Finalmente llegamos a una puerta, que debía ser la de una habitación pequeña o una sala de estar.

–Aquí fue donde los vi entrar. Pasaré a ver si están allí adentro todavía –me dijo al oído y abriendo cautelosamente la puerta.

Del lugar salió primero una mujer vaquera y luego una enajenada cenicienta. Al rato volvió Isabel, abriendo levemente la puerta, sin salir de la habitación, y mirándome con sus atigrados ojos. Sin decir nada, me hizo un gesto con los dedos para que me acercara. Puse mi cabeza muy cerca de la puerta, para escuchar lo que iba a decirme. Fue entonces cuando puso su mano en mi entrepierna, acariciándome suavemente, y musitando a mi oído:

–No hay nadie aquí adentro, Superman. ¿Por qué no entras conmigo?

Le miré fríamente, y sin decirle nada me di vuelta. Bajé las escaleras con los ojos perdidos en un vago sentimiento. A medio camino, aún desde la altura, creí distinguir la figura del diablo salir al balcón. Al llegar al salón central, me di respiro para abrirme paso entre la multitud. Uno a uno tuve que enfrentar nuevamente los enajenados rostros de esos personajes. Cuando finalmente logré salir al balcón y tomar un poco de aire, pude distinguir en la lejanía la voz de amiga en una de las salas laterales. Cuando di con ella, mi único alivio fue que el diablo ya no la rondara, aunque por lo visto este la había auspiciado con una generosa dosis, que mi amiga repartía sin disimulo sobre un cristal. Junto a ella estaban Batman y Robin, un par de músicos electrónicos que se refregaban las narices hablando de arte y literatura, como si hubiesen estado comentando una pelea de box.

–¿Pero tú realmente crees que Arthur Miller es mejor escritor por haberse acostado con la Marilyn Monroe? –le preguntaba Robin a mi amiga.
–¿Y tú que crees, corazón? –le respondía Bernarda con una sexy sonrisa.

Me uní al ritual como si fuera parte de una película muda. Tomé otro trago y acepté todas las ofrendas que me hacían. No sé cuánto habré consumido. Solo tengo la sensación de que ya de madrugada, sentí posarse sobre mí la pesada mano de la decadencia. Cuando el sol de la mañana comenzó a entrar por los ventanales, Bernarda atinó a concluir su enajenada charla con Batman y Robin, que a esa altura manifestaban abiertamente su intención de llevarse a mi amiga a su supercueva y continuar una fiesta privada. Cuando Bernarda finalmente se desprendió de ellos, me tomó de la mano y caminó conmigo hacia la puerta. Algo confuso, avancé por el umbral y sentí el aire fresco de la mañana abofetearme el rostro.

Subimos al auto. El plan era llegar a la casa de sus abuelos, tomar desayuno como si nada, y pasar el resto del día en la piscina. Bernarda puso el auto en marcha, mientras yo prendía la radio y ponía algo de música, aún sin una pizca de sueño. Las calles tenían un resplandor celeste, como si un papel celofán las recubriera de inocencia. Recuerdo haberme sentido muy lejos, como si todo lo que registraba a esas horas de la mañana fuese una magra fantasía, en un país de fantasía, con gente de fantasía. Apenas llegamos a la esquina, Bernarda me pidió que sacara de su bolsillo la bolsa y preparara dos puntas más. Aproveché un semáforo en rojo para maniobrar. Estábamos en eso, cuando lo vimos. A pocas cuadras de andar, y a plena luz del día, el diablo caminaba por las veredas del barrio alto de Santiago. Era azulino y espigado, con un andar elegante y seguro, y de sus ojos alargados emanaba el más lúcido destello. Parecía sonreír y no llevaba prisa alguna. Ninguno de los dos preguntó qué podía estar haciendo a esas horas de la madrugada, caminando por las veredas, pero ese parecía ser su oficio: ir por las calles del alba, sonriendo a los tardíos noctámbulos. Pese a que pasamos muy cerca, no nos vio. Bernarda se sintió aliviada, pues no quería ser vista.

–¿No lo vas a llevar? –le pregunté, refregándome las narices.
–¿Estás loco? A ese hombre lo buscan por todas partes del mundo –me dijo, mientras la oscura y espigada figura del hombre se hacía cada vez más pequeña en el espejo retrovisor.

Fue la última vez que lo vimos en Chile.

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diciembre 20, 2005

Ante la ley (texto de Franz Kafka)*


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

*Gentileza de Ciudad Seva

Míster Pollo (texto de Pablo Fuentes)


Apenas irrumpió esa voz, como salida de un closet (“yo, Centeno”), a mi cabeza vino la imagen del guatón, dando descoordinados botes a una pelota de basketball, aquel año del colegio en que nos tocó ser compañeros en deportes. No es que esa haya sido una ocasión especial, ni mucho menos el comienzo de una amistad. Hasta donde yo tenía memoria, el guatón nunca había sido mi amigo. Pero era esa imagen de su cuerpo sudoroso, corriendo dificultosamente tras una pelota tan rosada como su piel, el único recuerdo que se manifestó cuando después de diez años el guatón hizo su reaparición al otro lado del teléfono.

–No te lo esperabas, ¿eh?
–No... guatón... no me lo esperaba. ¿Qué tal? ¿Cómo andan las cosas?

Inmediatamente me pregunté si lo de “guatón” había sido demasiado informal y lo de “¿cómo andan las cosas?” demasiado paquete. En realidad, yo había perdido registro de si alguna vez tuve la confianza para llamar a Centeno por alguno de sus apodos. Tampoco tenía claro si alguna vez nos habíamos dado la confianza para siquiera llamarnos por teléfono. La verdad, mientras esperaba que acabáramos con el protocolo del “tantas lunas” y el “no me quejo”, para mí era un enigma qué diablos podía pretender el guatón con un llamado como ese. La asociación de razones fue confusa: desde los diez años de la salida del colegio, a algún encuentro fortuito que yo vagamente recordaba, a mis programa en la radio, a mis columnas en la revista, a dos estudiantes de periodismo amigas suyas, a una eventual ida a la piscina los cuatro.

–El sábado en la tarde en la piscina del Club M. Soy socio. Este par de minitas que te digo son muy buena onda.

“Minitas” no era la palabra que yo hubiese esperado de él. Por lo menos en su época escolar, al guatón jamás se le vio mina alguna. Ni siquiera un intento fallido. Y es que las minas, según la lógica escolar, eran un ítem prohibido para alguien como el guatón. Solo cuando le conté a Max, supe por su risa lo absurdo de la situación:

–¿El guatón Centeno? ¿Con unas minas? ¿A la piscina? Que frick.
–En todo caso, quedé por confirmar. ¿Qué hago? ¿Filo?
–Pero, a ver... ¿tú erai amigo del guatón?
–No. No que yo recuerde –le respondí algo confundido.
–Puta, no sé qué decirte. De repente en una de esas el guatón se las trae y aparece con un par de minas ricas en bikini y terminan compadres con el hueón.
–Max, no me hueí. ¿Tu creí que el guatón saque alguna mina rica?
–Pero ¿cómo sabí? Por último, si las minas son más o menos no más, te fumai un porro y le mirai las tetas al guatón –sentenció con una carcajada–. Las tenía bien ricas.

Fue entonces que recordé lo de sus tetas, y todas las burlas de las que el guatón fue víctima cuando pendejo. Y todo por una cuestión de mercado: la familia del guatón, por el lado de su vieja, era dueña de la empresa Super-P, que en ese entonces tenía el monopolio de la industria del pollo en Chile. Millones y millones de pollos en las millones y millones de bocas de chilenos, proporcionados por la familia del guatón. De esas familias con poco seso, harta plata (y harto pollo). Pero claro, el guatón, que llevaba unas nutridas colaciones al colegio, había pagado caro las consecuencias: aparte de una constitución física atrofiada, durante su adolescencia se manifestaron gradualmente unas mamas hormonales que fueron motivo de risa en los camarines. “Mucho pollo, guatón” le decíamos, peñiscándole las pechugas con toda fuerza. Para peor suerte, fue el año de su peak hormonal cuando apareció el comercial de televisión de Mister Pollo. El personaje (de los más patéticos que se han visto en televisión) aparecía promocionando los productos Super-P, bajo un abundante atuendo de plumas y nutridas carnes. La conexión no fue difícil de hacer: el patético personaje tenía un parecido con el guatón Centeno, que por un buen tiempo (casi dos años diría yo) pasó a apodarse Mister Pollo.

No recuerdo si fue mi perversa curiosidad o un fatal calor de fin de año lo que finalmente me obligó a aceptar la invitación. Mal que mal, el guatón iba a llegar con dos minas, y ya era época de irse preparando para el verano. Quedamos de acuerdo en que él las pasaría a buscar y luego se dejaría caer por la radio para irnos todos juntos al Club.

La primera señal de que todo iría mal fue cuando vi aparecer al guatón solo, sin el par de minas. Su cara de pájaro arrepentido lo decía todo.

-¿Y las minas, guatón?
-Puta... tiraron pa’ la cola a último minuto.
-Pero ¿y cómo? ¿No estaban listas?
-Si... puta... vo’ cachai como son las minas.

Vo’ cachai como son las minas. Probablemente una de las tantas muletillas que el guatón tenía a mano para justificar sus fracasos en el terreno amoroso. Sin las minas, la cosa se ponía fome. Ahí estábamos los dos, frente a frente, después de diez años sin vernos. La escena era nítida, lo que no me quedaba claro, era el sentido del libreto. ¿Tenía yo que irme para la casa con un simple “pa’ la otra”, o tenía que partir con el guatón a la piscina del Club? Mis preferencias estaban más inclinadas por la primera opción, pero al ver su cara de culpa, y la estoica impronta de su rostro para salvar una tarde sin sentido, dejé que fuese él el que sugiriera una alternativa.

-¿Y cuál es el plan B, guatón?
-Vamos igual po’ compadre –me dijo algo aliviado por mi pregunta- El Club está lleno de minas ricas.

Así que ese era el Plan B. Hacer un día de piscina con el Guatón Centeno. Solos, sin minas. Misteriosos son los caminos del señor, pensé, mientras enrolaba un cigarrillo con algo de malicia para relajar la vena.
El guatón hablaba mucho pero decía poco. En su tono había algo que hacía evidente su esfuerzo por mantener alguna circunstancial conversación, sin nunca entrar a terreno muy sustancial. Era como si tuviese sumo cuidado en parecer descuidado. Pensé que eso era síntoma de que algo se traía entre manos, pero que lo tenía reservado para más tarde. Cuando llegamos al Club, no tardé en darme cuenta cuáles eran sus intenciones. Apenas nos instalamos con las toallas y el guatón se sacó la polera, pude darme cuenta de lo que nos congregaba: el guatón ya no era guatón, sino un híbrido raro de ex-guatón y hueón musculoso. Había logrado reducir casi todos los excesos que por años poblaron su cuerpo. La verdad, en su estado actual, nadie que no conociera su pasado podría deducir (al menos no inmediatamente), que toda su vida había sido una bola llena de grasa. Y es que el guatón se había esmerado, con relativo éxito, en borrar cualquier indicio de su pasado. Empezando por la grasa, y de una manera algo más subliminal, las hormonas.

No fue mucho después de que comencé a aburrirme cuando recibí el primer mensaje de texto de Max: ¿y qué tal las minas? Mi respuesta, maniobrada disimuladamente, fue elocuente: 0 minas.
-Guatón... ¿te acordai de Max?
-Sí... perfecto, ¿qué es de él?
-Ahí está el hueón... te manda saludos...
-¿Se ven todavía?
-Sí claro... bien seguido.
-¿Y a quién más ven seguido?

Le di un par de nombres sin mucho entusiasmo, y ante su insistencia, una idea vaga de lo que algunos de nuestros viejos compañeros hacían con sus vidas. A mí, la verdad, esas conversaciones del “qué es de tal o cual”, por alguna razón que no lograba descifrar del todo, me resultaban odiosas. El guatón, en cambio, mostraba el mayor interés en saber de la gente. Era como si en mis breves palabras constatara anonadadamente el paso del tiempo. Cuando me dijo, con algo de temor, que hacía años que no veía a nadie, comprendí que el guatón era miembro de ese club de personas incapaces de hacer amistades sustanciales en la vida. Esos seres que pasan por el colegio sin crear ningún lazo, no por ser genios o incomprendidos (el guatón era, más bien, una mente predecible), sino por una fatal intrascendencia, por un apego a los principios de la utilidad, esos mismos que le habían servido para hacer carrera de gerente, y que lo habían instalado cuasimeritocráticamente en la empresa de su familia. Pensándolo bien, yo mismo, después de diez años de mutuo anonimato, era parte de su lógica utilitaria: el guatón me invitaba a un día de piscina para hacerme saber que él ya no era el miserable de entonces, y para que yo se lo hiciese saber a cada uno de los que “veía seguido”.

Ahora que lo pienso, fue esa imagen del guatón, tomando sol con su nueva piel, lo que me hizo reparar en lo repugnante que se había tornado para mí la vida de una buena parte de mis viejos amigos. Esta procesión idiota que era, desde una cierta edad, vivir de las apariencias. Toda una generación embobada con obtener reconocimiento, admiración, falsos aduladores. Esa manía de andar aparentando que se tenía poco tiempo, o más aún, de arreglársela para no tener tiempo alguno. Yo, que me pasaba la vida sin mayores apuros, escribiendo en la revista y preparando mi programa en la radio, no tenía claro hasta qué punto era parte de lo mismo. Pero lo que sí tenía claro era que tenía que soportar un largo listado de idiotas que me llamaban por si acaso podían aparecer en algunas de mis anécdotas o entrevistas. Que pasé ocho meses en Barcelona, que pongo música en un Club, que ya no soy el idiota que siempre he sido, que ya no soy el idiota que siempre seré. Que ya no tengo tetas.

Después de refrescar la cabeza con un chapuzón, me instalé el resto de la tarde mirando a una rubia que nos tocó al frente. Según me informó el guatón, era la esposa de un gerente de “la Volvo”. El guatón tenía esa patética manía de hablar de “la Volvo”, “la Mercedes”, “la IBM”. Curioso que nunca se haya referido a “la Super-P”, sino simplemente a “la empresa”. De hecho, cuando me dijo que era el gerente, noté en su tono un cierto apremio, como si no quisiera entrar en detalles de su vínculo con los pollos. Lo único que yo debía saber era que él se había convertido en un super-gerente, y que por lo tanto, ganaba un super-sueldo. Yo, que nuca tuve interés ni por las gerencias, ni mucho menos por los pollos, me refugié tras las gafas oscuras y observé las doradas caderas de la rubia. Fue al rato cuando recibí el segundo mensaje de texto de Max: ¿y cómo están las tetitas del guatón?

Se me fue la tarde mirando a la rubia. Para calmar la erección, tuve que irme a chapucear un par de veces, una de ellas acompañado del guatón. Comenzamos a bracear de un lado a otro. El guatón estaba en buen estado físico, aunque pude darme cuenta de que aún habían indicios de obesidad. Cierto: las cantidades de pollo habían sido reducidas al mínimo, transformando su cuerpo al punto de una persona casi normal. Pero se podía intuir, aquí y allá, el grito ahogado de la grasa negada, de la hormona reprimida.

-¿Hai estado haciendo dieta, guatón?
-Sí...
-Te sacaste unos buenos kilitos, ¿eh?
-Sí...
-¿Qué onda? ¿Gimnasio?
-Sí. Gimnasio.
-Bien hueón ¿ah?... ¿Y cuánto estai pesando?
-No sé. No me peso en años. ¿Nadamos?

Entonces comprendí su angustia: el guatón quería hacer patente algo que tenía que ocultar. El guatón tenía que afirmar justamente lo que tenía que negar. Como esos nadadores que pasan a segundo lugar por el mero hecho de darse cuenta que van primeros.

Al volver, la rubia ya se había ido. Yo me comí un helado, mientras el guatón se echaba crema y se ponía al sol. Nos pasamos un rato conversando antes de partir. De alguna manera, ambos sabíamos que no nos veríamos en otros diez años. No habría sentimentalismos, sino una breve ceremonia de despedida en la que yo le haría saber que el mensaje había sido captado. Y es que el guatón había cumplido con su misión espartanamente. Y sin saberlo, su logro ya daba los primeros frutos, como el último mensaje de texto que le mandé a Max: el guatón ya no tiene tetas. Cuando nos dirigíamos al auto, con el sereno cansancio de un día de piscina, me llegó su mensaje de vuelta: dile que se raje con unos pollos entonces.

La verdad, fuera de toda broma, no era una mala idea. El hambre después de un día de piscina es siempre brutal, y unos pollos asados podría ser el panorama más distendido para apalearla y reírnos de nosotros mismos. Además, había que rematar la tarde con lo que mejor retrataba a mi anfitrión: comer pollos. Mal que mal, el guatón se había pasado toda la tarde tratando de convencerme de que ya no era la persona que siempre había sido, y un pequeño tributo a su pasado equilibraría las cosas. Fue en el primer semáforo, después de un intruso silencio, cuando le dije:

-Qué hambre. ¿Vamos por unos pollitos, guatón?

Fue entonces cuando pude descifrar en su rostro todo el miedo que escondía tras su cuerpo. Era el rostro de quien debe negar su propia voz. Sobre todo, bajo su pelo y tras sus gruesas gafas de gerente, pude ver el mismo niño obeso dando descoordinados botes a una pelota de basketball. Pero esta vez había algo distinto: el niño tenía un rostro de pollo. Uno de los millones de pollos que advirtiendo el destino fatal de los que le anteceden en la fila, toman conciencia de que la hora de su fin ha llegado, sin jamás haber tenido la oportunidad de ser quien realmente se quería llegar a ser.

-Dejémoslo pa’ otro día –me dijo-. Tengo que llamar a una minita más rato.
-Juegue, guatón. Lo dejamos pa’ otro día.


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Recuerdo (texto de S.Montecinos)

Recuerdo que aquel día fui despertado por un terrible sueño. Sin imágenes, formas o colores, sólo una terrible sensación de encierro que oprimía todo mi cuerpo, y también más allá de él si es que creemos, con el viejo Platón, en la existencia de un éter que constituye nuestra esencia… Una vez despierto miré el reloj buscando un medio para anclarme al mundo, me sentía bastante extraño dentro de la colcha, dentro de todo, en realidad. Eran las cuatro de la mañana y sólo sabía que desperté debido a un sueño absurdo: atado, sin posibilidades de movimiento, sentir el cuerpo muerto pero intacto ese continuum reflexionante que llamamos pensar; nuestra materia orgánica sin vida, pero seguir ahí como si nada, concibiendo esa angustia segundo por segundo. Como una explosión que no explota, si es que es posible imaginar algo semejante.
Terrible es la sensación de aislamiento que puedes llegar a sentir en instantes como ese. Piensas que deberías hacer algo, pero tu interés se encuentra desintegrado en medio de tantos sobresaltos y decepciones; hablar con alguien quizás, pero nadie aparece, salvo sombras que alguna vez fueron, pero que nada son ahora, sólo sombras; caminar —¡puede ser!— pero te encuentras cansado de antemano, tan cansado que ni siquiera puedes asumir la juventud que gobierna tu realidad. Me eché a morir, siguiendo el dictamen de la fatalidad. Cinco, seis, siete y ocho, el sueño volvió a invadir y me entregué, gustoso, a olvidar lo sucedido.