mayo 11, 2007

Breves Textos...(¿Hay otros extensos?)por Francisco Quiroz Escobar


1.- HABITACIÓN DEL OCIO O LECTURA DEL VACÍO


Habitación vacía en día lunes y luna que amenaza ser completa. Bajo constelación alcohólica, whisky on the rock y ladridos de quiltros callejeros

Habitación vacía, con Bowles, es desierto maravilloso bajo su Cielo protector

Así, muertos de sed, los camellos jazzísticos y los mancebos mariconazos en otras páginas, sobre el escaparate, lo chupan rico con Kerouac, Cassidy y Ginsberg, como también con el viejo Bull, quien relata en volá de bencedrines, desde Ciudad de México, Colonia Roma, sus propios aullidos carnales o anales


2.- CHOCOLATE AMARGO

En un vagón del Metro, entre Tobalaba y Los Leones, pensó respecto de los dos chocolates Costa Nus rellenos con almendras, que llevaba en el bolsillo derecho de su nuevo vestón Basement.

Concluyó que el principio y el fin se coquetean en una atmósfera de desgracia. El principio y el fin, por cierto, del amor y del deseo.

Dijo para sí, desgracia, con énfasis y con mayúscula, aunque en ese preciso instante no se sintiera desgraciado, ni tampoco porque hubiera terminado de leer, hace un par de horas, la novela homónima de Coetze.
Mira lo que hago con tus chocolates, dijo, y se engulló el primero, de dos violentos mordiscones, sin siquiera degustarlos.

No fue capaz de sentir placer respecto del chocolate, aunque sí una leve sensación de éxtasis de dolor. Por lo menos lo pensó, mientras leía de manera azarosa los relatos de Trilogía sucia de La habana sin saber, por cierto, el comentario que de ellos y del autor hiciera Bolaño en Entre paréntesis.

A raíz de lo anterior, sintió un olor rancio a ron barato, hecho en alambique y un olor a sexo, salado, metálico, no supo bien. Deseó vomitar, como si fuera un parto o algo por el estilo.

Transbordó, luego, en Los Héroes, ya que se dirigía hacia Cal y Canto. Aprovechó de arrojar con bronca e indiferencia a la vez, en el buzón de Bibliometro, El Jardín de mi amada.

Y hasta te traigo una novela le había dicho, mientras observaba cómo su hija mayor, frente al espejo del baño, le tijereteaba la cabellera cana, que luego teñiría de castaño oscuro. Y es una novela que promete. Ojalá la disfrutes…

El café chico en su mano derecha, una vez instalados en el sillón del living, se desbordó tal como si la taza fuera sostenida por un viejo enfermo de Parkinson. No logró controlar esos estertores, ni siquiera procuró observar más allá del ventanal, hacia el vacío de la noche de ese jueves 22 de septiembre.
La imagen fue sombría y vaticinadora de un futuro que vertiginosamente se hace presente, luego pasado y, finalmente, ceniza.

Todo está al revés, se dijo, cimbreándose en el sillón y juntando de manera autista sus rodillas y casi golpeándolas contra su pecho, siguiendo así, un acompasado ritmo metalero, quizás medio gótico, tal vez absurdo. No me pasa nada, es decir, me pasa demasiado, susurró, observando las cándidas cortinas del ventanal.

No la miró al rostro porque no pudo, aunque se lo propuso. Creyó que el ebrio barco a la deriva que era él, se transformaba, ahora, en Malcolm Lowry.

No estoy drogado, es que estoy tremendamente drogado, quiso decir, sin encontrar palabras.

El living comedor estaba en penumbra. Un entretejido subterráneo, más allá de las sombras dirigía este ocioso ejercicio barroco de equivocaciones de Fiestas patrias.

Sin ataduras, inmerso en este nuevo ciclón, a coro con un raro zumbido, su rostro expresaba algo así como amargura.


3.- A LA DERIVA


Si estoy ebrio nuevamente, es porque no tengo una respuesta al respecto que te satisfaga. Y no reaccionas cuando digo que es por el insomnio y el inmenso dolor que llevo en el alma. Me dices que es típico en cualquier borracho buscar éste y todo tipo de excusas.

Veo figuras geométricas en el espacio y éstas chocan, se entrecruzan y se coquetean. Hay un escaleno a un costado del vacío de mi cráneo que se proyecta en el cielo raso tropezando con un isóseles que lo embiste, furibundo. Ambos odian al equilátero. Dicen que, por su armonía, por su hieratismo, por su indiferencia respecto de ellos. Soy sólo su interlocutor. No podría decirles esto a mis padres. Les basta con la poesía que escribo (que nunca han leído) y con mis amigos que, de vez en cuando, vienen a visitarme a este cuarto de postrado y beben casi hasta morir conmigo, que lamentablemente no puedo.

Mi pie derecho es sólo adorno. No sirve para nada. Me duele increíblemente y para combatir esta tortura, que es delirio, el médico me tiene consumiendo morfina dos veces al día. Soy una Frida Kahlo cualquiera.

De seguro no me creerán si les digo que vino a visitarme un samurai con kimono y todo. No lo pude creer ¿Cómo entró? No sé ¿Y cómo mi perro Pulento no lo redujo? Tampoco sé.

Según él, insulté a su esposa una noche que no recuerdo. Según él, arrojé a su comedor, por una ventana abierta, una bolsa negra repleta de desperdicios que le cayó en la cabeza.

Mientras miraba fijamente a mis ojos, desenvainó la katana y me amenazó con cortarme la mía, trofeo que se llevaría y mostraría luego a su mujer, supongo.

No recuerdo si mi lectura de cabecera, a propósito, por esos días era Mishima, Oe o Murakami. Le pedí, desesperado, perdón, sin embargo me ignoró. Sólo me dijo tú insultar mi esposa, tú insultar mi esposa. Luego comenzó a frasear un lenguaje que jamás entendí y que complementó con una extraña danza, ridícula, por cierto.

Me encandiló el destello del sable en mis retinas.

Comencé a gritar de manera estentórea. Quise ponerme de pie, pero recordé que estaba postrado en cama y que cualquier movimiento sería en vano. Me replegué, entonces, en la cabecera, le pedí perdón por segunda vez y, le supliqué a grito pelado, que tuviera piedad de mí.

Primera vez que hacía uso de esa palabra, por lo menos a mi favor. Él insistió: Tú insultar mi esposa, tú insultar mi esposa.

De inmediato hizo unas fintas propias de la danza nipona que he visto en algunas películas de Kurosawa. Me mostró su sable, sonriente y casi con ternura. Interpretó, luego, unos cánticos extrañísimos. Se acercó a mí. Estuvo a una distancia prudente como para cortar mi cabeza y luego marcharse, cumpliendo con el trámite.

Cerré mis ojos. Apreté fuertemente los párpados. Quise dejar mi mente en blanco. Me sentí, finalmente, calmo y en armonía.

Deseé que esta pesadilla real sólo fuera un dulce sueño, un peligroso sueño del que se pudiera, ojalá, despertar.