noviembre 12, 2006

Miguel (1), by mutt

A Fabián

“Díle a los pacos que no me mosquéen.
Soy bueno para la paz... pero excelente para la guerra”




1


A veces me dicen Sebastián, como a San Sebastián, el de las flechas. A veces no. A veces me dicen San Vicente, y no por el santo, no por el santo en particular, si es que hay alguno, si es que hay alguno que se llame así y que importe. A veces me llaman San Vicente porque ese es mi apellido, San Vicente. Ese es mi nombre, Sebastián San Vicente, no San Sebastián, y no sólo San Vicente. No sé si de verdad me llamó así, pero había un anarquista español que fundaba sindicatos en México, que después se murió, dicen, en la defensa de Bilbao, o de Madrid, o algo así. Y él se llamaba así: Sebastián San Vicente. Puede que esta sea mi historia. Puede que sea la suya. Puede que no haya muerto ni en Madrid ni en Bilbao, puede que no haya sido español. Eso da lo mismo. Esta es su historia. Esta es mi historia.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Me hubiera gustado nacer el 1º de mayo, pero eso lo supe después, cuando me importó nacer, cuando me importó estar vivo. Nací el 5 de octubre del ’74, entre la cordillera y el canal San Carlos. Mi vida está plagada de santos, llena de animitas, de fantasmas. Pero eso también lo supe después. Mi viejo era anarquista, mi vieja católica y comunista. Yo salí canalla. Salí canalla, fumé cogollo y quemé micros. Herencia paterna. Jugué a la pelota mientras pude, mientras no me tuve que meter a trabajar, mientras no me tuve que meter, mientras no me tuve que meter. Mientras no me metí, todo anduvo bien, o más o menos, o mejor que totalmente mal, que es a los más que se puede aspirar entre la cordillera y el canal San Carlos, entre la cordillera y el océano Pacífico, entre la cordillera y el resto del mundo. Entre su espalda y su caracho. Ahora sé que cuando yo nacía otros se estaban muriendo. Sé que cuando crecía otros se estaban muriendo. Ahora sé que siempre se están muriendo otros. Ahora sé que cuando yo nacía se estaba muriendo otro. Ahora sé, porque antes no sabía, porque antes dale que dale con la pelotita, dale que dale con los amigos, dale que dale con correr de la esquina a la otra esquina porque venían los pacos. Pero ahora sé. Ahora que puedo escuchar, ahora que puedo entender. Ahora que me veo.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Crecí rodeado de amigos, lo que agradezco. Crecí rodeado de tierra, lo que también podría agradecer si no fuera porque era tierra meada de miedo. Como meado de gato, pero de miedo, que es más mufa, más yeta. Más ghetto. La tierra no era tierra, era polvo cuando corría, era ruido de camiones con milicos con polvo, era polvo siguiendo al ruido. Y el polvo venía después, cuando ya los milicos habían llegado.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Mi primer pito me lo fumé en las piscinas. No en las piscinas del Hotel O’higgins después de la votación de la reina del festival. En las piscinas no más. En las tazas. Y ahí me puse entero loco.

Nací en 1974, el 5 de octubre. Después supe que ese día uno de los otros se llamó Miguel. Pero no me quise llamar Miguel. No hasta después, por lo menos. Cuando nací, cuando celebraba mi cumpleaños, no quería ser Miguel. Quería ser el loco Mario.

Al loco Mario se lo pitearon el ’83. Una patrulla de milicos lo pilló curado después del toque. El loco Mario era volado. Escuchaba Led Zeppelin y Deep Purple. Dí peiper, como decía el loco. El loco no hueviaba a nadie, pero lo agarraron los milicos y le sacaron la mierda. Hicieron que ladrara. Querían que les moviera la cola, los muy culiados. Y el loco Mario, que era entero tranquilo, los mandó a la chucha. Les dijo, curado como estaba, que se metieran las matracas por la raja. Y lo mataron. Le chantaron dieciséis balazos: cuatro en la cabeza y siete en las piernas. Los otros cinco los repartieron democráticamente en el resto del cuerpo Y al loco lo querían ene en la pobla, porque era volado pero buen chato. Pero se le salió la huevá. Después empezaron a decir que el loco Mario era del MIR, y salieron los comunistas diciendo que no, que en la UP había sido de la jota. La huevá es que al loco Mario se lo echaron y quedó la media cagá. Mi viejo anduvo hueviando de lo lindo después que se pitearon al loco Mario. Yo después caché la onda de mi viejo. Pero eso fue después. Después de “la fiebre verde y los fierrazos”, como dice Redolés.

Todavía no terminaba el liceo cuando fueron a buscar al viejo a la casa. Entraron gritando, preguntando por el “Max”, rompiendo todo lo que pillaban. Mi vieja los agarró a chuchadas. “Asesinos de mierda”, les gritaba mi mami, y ahí se entraron a chorear de verdad. Todo esto lo supe en la tarde, cuando llegué a la casa y estaba hecha mierda. Una vecina, la señora Cecilia, me dijo que había estado la CNI, que habían ido a buscar a mi viejo, pero como no estaba, la habían agarrado con mi vieja. Me dijo que mejor me quedara en su casa mientras ubicaba a alguno de mis tíos, porque los cenecas se habían llevado a mi vieja y había que ir a la Vicaría y todo. Que uno nunca sabía lo que podían hacer esos animales, eso dijo la señora Cecilia, y sabía lo que decía. Después del golpe, los milicos se habían llevado a su marido. Vivían en la Nuevo Amanecer, que en esa época se llamaba Nueva La Habana, y el marido de la señora Cecilia estaba metido en no sé qué huevada en el Cordón Vicuña Mackenna. Fue al Estadio Nacional, a hablar con lo milicos, pero como nunca le dijeron nada se empezó a juntar con otras viejas que tenían gente presa, empezó a buscar abogados que las pudieran ayudar, que pudieran acompañarlas a tocar las puertas detrás de las que estaban sus maridos, sus hijos. La señora Cecilia, a esas alturas, se las sabía por libro.

A mi vieja la soltaron como a los tres días. Llegó a la casa el miércoles en la tarde, con los ojos hinchados, llena de moretones. Me sentó en su cama y me dijo que el viejo se había tenido que ir, que no sabía a dónde ni por cuánto tiempo. Creo que ahí decidí no llorar más. Y me empecé a enmierdar. Un par de días después conocí al Torpedo.

Miguel (2 & 3), by mutt

2

Los muros pasaban junto a la micro y la gente desparecía junto a las canchas de tierra y las interminables cuadras de blocks y rayados. Ninguna nube en el cielo, nada que borrara las estrellas y los aviones, sólo las luces de la rotonda, que también desaparecían en poco tiempo, que se borraban de la memoria después de una cuadra, de dos, de tres. La tarde ya se había ido, y sólo quedaba la tibieza de un último día de verano sobre Santiago. Desde el centro, desde Las Condes, volvían las micros repletas con su cargamento humano, hundiéndose como cada noche en las calles estrechas, atravesando los ladridos y los lotes esquineros en los que se iban desgajando los trabajadores con sus mochilas y su pelo mojado. Pero él iba en dirección contraria, su micro iba vacía, o casi. Miró su reloj. No había apuro. Hace tiempo se había acostumbrado a manejar los tiempos, a calcular las distancias entre un punto x y otro cualquiera de la ciudad y su equivalencia en minutos, en horas, en días. Hace tiempo se había acostumbrado al tiempo.



3

El Torpedo vivía más abajo. Más abajo de los blocks, más abajo del canal. Más abajo. Un día apareció por la casa, venía a ver a mi vieja, a dejarle unos paquetes con cosas “que los compañeros habían juntado”. Cuando entró y vio a mi vieja la abrazó un buen rato. Y mi vieja lloró calladita, sin ruido, mientras el Torpedo la abrazaba. Ese día vino y se fue. Bueno, se quedó un rato con mi vieja, pero en la cocina y hablando bajito. Después se fue, y cuando se fue mi vieja me llamó a la cocina. Fue cómo cuando me contó que mi viejo se había tenido que ir, pero ahora su voz sonaba distinta. Como hueca, o metálica, o como si entre la visita del Torpedo y el momento en que me llamó se hubieran decidido muchas cosas y muy importantes. Pero ahora no me habló del viejo, no me dijo de nuevo que él se había tenido que ir, sino que ahora la que se tenía que ir por un tiempo era ella, que no iba a ser mucho tiempo ni muy lejos, pero que era mejor que yo me quedara con un tío, con un hermano de mi viejo que yo no conocía, que ahí, con él, iba a estar más seguro, “por lo menos en cierto sentido”, creo que dijo como silbando, como para ella y no para mí.

Al otro día me armó una mochila y me dijo que me iba a llevar donde el tío del que me había hablado. Me dijo que no me preocupara, que no fuera para la casa porque la iba a cuidar la señora Cecilia y que ella se iba a tener que ir, pero que apenas pudiera me iba a pasar a ver a la casa de mi tío que yo no conocía. Y entonces yo le dije que era ella la que no se tenía que preocupar, que ya estaba grande. Y ahí ella de nuevo como que lloro, pero de nuevo fue como un llanto calladito, como con vergüenza de meter ruido en esa casa que ahora estaba tan silenciosa. Y entonces salimos.

La micro la tomamos en Grecia. Cuando pasamos el canal nos metimos por unas calles angostas. Esas calles que atraviesan Lo Hermida y la dejan como un enorme tablero de ajedrez, un tablero lleno de tierra donde no hay alfiles ni caballos. Un tablero con puros peones y casas bajas.

En la Alameda con San Antonio nos bajamos. Ahí tomamos otra micro, una micro que nos llevó a lugares que entonces no conocía, pero que mi vieja parece que sí. Y en realidad, cuando volvimos a las calles angostas, cuando de nuevo la micro anduvo entre el polvo y la pobla, yo también conocí. Eran las mismas calles, las mismas casas.

Cuando nos bajamos, caminamos entre los perros y las casas. Era como Lo Hermida, pero no era Lo Hermida. Pero era Lo Hermida. Estábamos lejos de la casa, pero era Lo Hermida. Y nos paramos frente a una de esas casas, iguales a las que hay abajo del canal, esas casas bajas, rodeadas de polvo, rodeadas de gente, rodeadas de miedo, y ahí mi vieja me dijo que esperara, que habíamos llegado pero que esperara, que iba a buscar a mi tío, al tío que no conocía que era hermano de mi viejo. Y cuando salió venía acompañada del Torpedo.

Miguel (4 & 5), by mutt

4

Nada parecía extraño. Ya nada podía ser extraño. Quizás la riqueza, los autos, los problemas de esos otros que le negaban permanentemente la entrada a sus espacios. Pero incluso eso se había acostumbrado a manejar, aunque no fuera totalmente. Es cierto, todavía le costaba –las miradas, la ropa, el pelo-, pero podía desenvolverse. Había aprendido. Esos años con el tío le habían servido. Y le habían servido también las madrugadas preparando barricadas, las clases, las noches de mate entre adultos. Le había servido la Historia, aunque no le gustara. Le habían entrado por los poros las lecciones, las ausencias, los silencios. Y eso lo sabía ahora, bajándose de la micro, esperando el auto, esperando a la ‘Alejandra’, esperando que pasaran los tres minutos que se había adelantado. Lo sabía ahora, cuando la certeza de no ver más a su madre, cuando la seguridad de que esta podía ser la última tarde. Lo sabía cuando se subió al auto, y lo sabía también cuando después de recibir las últimas instrucciones preguntó si alguien tenía cigarros, provocando una marejada de risas nerviosas y recriminaciones. Y cuando entro en la casa de seguridad, cuando el acuartelamiento fue real y no la ‘situación’ que le contaban en las lecciones, también lo sabía. Como en un fogonazo tomó conciencia. “Los nombres nombran las cosas, las determinan”, le había dicho el tío en uno de sus arranques mientras estudiaban el Estado y la Revolución. Fue una frase, siete palabras hiladas quizás arbitrariamente. Tal vez no era nada. Pero era. Nunca debió ponerse ‘Miguel’. Era condenarse. Pero estar ya en la casa era condenarse, estar memorizando su parte era condenarse, estar frente al plano operativo dibujado en papel kraft repasando las salidas y los tiempos era condenarse. Pero eran las palabras las que lo condenaban. No era él. Eran las palabras. Y las palabras le decían que iba a ser para siempre ‘Miguel’.
5

Por eso, al pasar lo años, decidió no decir nunca más su nombre viejo. Ya no habría, en su historia, nunca más un Sebastián, sólo un Miguel.
Y Miguel siguió, con ese nombre elegido, andando por las calles de la ciudad, viendo cómo lo que le habían enseñado se iba, día tras día, a la mierda. La ciudad, con su nueva cara, se iba comiendo las palabras del Torpedo, las ausencias primero de su padre y luego de su madre, las calles de la pobla en las que aprendió, sucesivamente, a confiar en los suyos y a desconfiar incluso de su sombra, cuando años más tarde cayó el telón sobre el país y, tras un rápido cambio de vestuarios, los “compañeros” encarnaban ahora el papel de los milicos.
Ahí Miguel se dio cuenta de que a los pobres los llamaban sólo una vez cada cien años, cuando eran necesarios; que después todo volvía a su curso natural, a las miradas de miedo por el pelo chuzo, a las detenciones rutinarias de los pacos, a las patadas y las noches largas de comisaría.

Y así, mientras el país se iba olvidando de su historia, Miguel iba borrando también los rostros de la suya, sus palabras, sus plegarias de pobres con esperanza.
Por eso dejó de extrañarle lo que veía, las portadas de los diarios con sus fotos de colores y sus silencios en blanco y negro, la prepotencia de los capataces, la cabeza gacha de la gente en las micros. Y como le cambiaron el país, Miguel también cambió de ropa.

Miguel (6), by mutt

6

“Los nombres nombran las cosas, las determinan”, se repetía para adentro mientras el cajero metía la plata en el saco de papas. “Las nombran y las determinan”, y empezó a sonar la alarma y el “Tulio Triviño”, desesperado y con el miedo bajándole por las piernas, comenzó la gritería.
-¡Nos van a cagar Miguel, nos van a cagar!
-¡Cállate, culiao’, y vamonos antes de que lleguen los pacos!
No quería hacerlo, pero el cajero se quiso hacer famoso y trato de quitarle el fierro mientras le gritaba al “Tulio”. Uno, dos. Quedó tirado el hombre, con la boca casi tan abierta como la cabeza, mientras sonaba la alarma y Miguel sentía, de nuevo, la muerte en la punta de su mano derecha.
-¿Qué hiciste, huevón? ¡Ahora sí que nos van a reventar los chanchos!
-¡Cállate mierda, que nos tenemos que ir..!

El primer tiro desde afuera hizo saltar la mampara de vidrio de las cajas. El “Tulio” se tiró al suelo, pero una segunda bala lo encontró a medio camino. Miguel se parapetó detrás de un escritorio dado vuelta y recorrió el banco buscando a los demás. El “Guatón Lucho” estaba pasando bala detrás de un pilar y, afuera, el “Topo Yiyo” se había tomado las de villadiego con el auto.
-¿Qué hacemos, Miguel? ¡La yuta está por todos lados!
“Las palabras determinan las cosas, las nombran, las fijan en la mente de los hombres”, pensó cansado. Desde la calle se oían los gritos de los pacos por sobre el barullo del tiroteo. Con el cajero y un guardia muerto, no iban a librar muy fácil. “Las palabras nombran las cosas, las determinan”, pensó Miguel queriendo ser de nuevo Sebastián y estar en Lo Hermida con su tío, en vez de estar metido en esa pelotera.
“Las palabras nombran las cosas, las determinan”, pensó, y mientras se paraba desde atrás del escritorio ante la mirada estúpida del “Guatón Lucho”, gritó mientras las balas le partían el pescuezo: “Soy Sebastián San Vicente, pacos culiados, y soy de Lo Hermida..!”
Y mientras caía en el silencio junto al M16, y se empezaba a callar de nuevo todo a su alrededor, Miguel supo que ya nunca más sería Miguel. Que había vuelto a ser Sebastián y eso no lo podría cambiar ya nadie.